Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo
Movido por su experiencia de la compasión de Dios, Jesús va a introducir en la historia un nuevo principio de actuación. La fuerza que ha de impregnar la marcha del mundo es la compasión.
La ordenación religiosa y política del pueblo judío arrancaba de una exigencia básica aceptada por todos. El viejo libro del Levítico lo formulaba así: «Sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Levítico 19,2). El pueblo ha de imitar la santidad del Dios del templo: un Dios que elige a su pueblo y rechaza a los paganos, que bendice a los justos y maldice a los pecadores, que acoge a los puros y separa a los impuros. La santidad es la cualidad del ser de Dios, el principio que ha de orientar la conducta del pueblo elegido. El ideal es ser santos como Dios.
Sin embargo, esta imitación de la santidad de Dios, entendida como separación de lo “no-santo”, lo impuro, lo contaminante, fue generando a lo largo de los siglos una sociedad discriminatoria y excluyente. El pueblo judío busca su propia identidad santa y pura excluyendo a las naciones paganas e impuras.
Pero, además, dentro del pueblo elegido, los sacerdotes gozan de un rango de pureza superior al resto del pueblo, pues están al servicio del pueblo donde habita el Santo de Israel. Los varones pertenecen a un nivel superior de pureza ritual sobre las mujeres, sospechosas siempre de impureza por su menstruación y por los partos. Los que gozan de salud están más cerca de Dios que los leprosos, ciegos o tullidos, excluidos del acceso al templo. Esta búsqueda de santidad generaba barreras y discriminaciones. No promovía la acogida mutua, la fraternidad y la comunión.
Jesús lo captó pronto. Esta imitación de un Dios santo no responde a su experiencia de un Dios acogedor y compasivo. Entonces, con una audacia y lucidez sorprendentes, introduce un nuevo principio que lo transforma todo: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lucas 6,36).
Es la compasión de Dios y no su santidad el principio que ha de inspirar la conducta de sus hijos e hijas. Jesús no niega la “santidad” de Dios, pero lo que cualifica esa santidad no es la separación de lo impuro o el rechazo de lo no-santo. Dios es grande y santo, no porque rechaza y excluye a los paganos, pecadores o impuros, sino porque ama a todos sin excluir a nadie de su compasión.
Por eso, para Jesús la compasión no es una virtud más, sino la única manera de parecernos a Dios. El único modo de mirar el mundo como lo mira Dios, la única forma de acoger a las personas como las acoge él, la manera de acercarnos a los que sufren como se acerca el Padre. Esta es la gran herencia de Jesús a toda la Humanidad.