Una sociedad necesitada de esperanza
La sociedad moderna parece haberse quedado sin horizonte ni orientación, sin metas ni puntos de referencia consistentes. Los acontecimientos se atropellan unos a otros, pero no conducen a nada nuevo. El progreso se convierte en rutina. La cultura del consumismo produce novedad de productos, pero solo para mantener el sistema en el más absoluto inmovilismo. El hombre moderno es fundamentalmente «espectador». Un ser pasivo que participa en un engranaje que no está promovido por él y cuyo horizonte no llega a alcanzar.
Cuando no se espera nada del futuro, lo mejor es vivir al día y disfrutar al máximo del momento presente. Es la hora de buscar las «salidas de escape» que la cultura del hedonismo y el pragmatismo nos pueden ofrecer ahora mismo. La convivencia social se ve despojada así de «quehacer utópico». Son pocos los que se comprometen a fondo para que las cosas sean diferentes. Asistimos más bien a una creciente indiferencia hacia las cuestiones colectivas. Cada uno se preocupa de sí mismo.
Ya no vivimos en una sociedad sólida, de contenidos precisos y valores absolutos, sino más bien en constante movilidad, incertidumbre y relativismo. ¿Qué seguridad podemos tener en un mundo en el que todos estamos vinculados con todos y donde la violencia no se detiene ante ninguna frontera? Además, la desigualdad se ha convertido en una magnitud global. En el futuro, el hambre, el paro, las guerras, la inseguridad sanitaria o la miseria seguirán desatando «desplazamientos masivos de los desesperados» hacia zonas más seguras.
La resurrección de Cristo, fundamento de nuestra esperanza
Es en medio de esta sociedad donde los cristianos de hoy hemos de «dar razón de nuestra esperanza» (1 Pedro 3,15) a nosotros mismos y a los hombres y mujeres con los que compartimos el comienzo de este azaroso milenio. Una esperanza que no es una utopía más, tal vez mejor construida y más resistente, ni una reacción desesperada frente a las crisis e incertidumbres del momento, sino que se arraiga en Jesucristo, crucificado por los hombres, pero resucitado por Dios.
La resurrección de Cristo abre para toda la humanidad un futuro de vida plena. Jesús, resucitado por el Padre, solo es «el primero que ha resucitado de entre los muertos» (Colosenses 1,18). La muerte no tiene, pues, la última palabra. El hambre, las guerras, los genocidios, los diversos terrorismos o las «limpiezas étnicas» no constituyen el horizonte último de la historia. La violencia destructora, la metralleta, el cáncer… no terminarán con el ser humano.
La resurrección de Jesús nos descubre que Dios está de parte del crucificado y frente a sus crucificadores. La resurrección es la última palabra de Dios sobre el destino final de los maltratados. La miseria, el paro, la humillación, la explotación… no son la realidad definitiva de sus vidas. Quien, movido por el Espíritu de Jesús, trabaja por ser justo y humano, incluso en medio de abusos e injusticias, un día conocerá la justicia. Quien, siguiendo a Jesús, lucha por un mundo más justo y solidario, un día lo disfrutará.
El Dios de la esperanza
Dios no descansará hasta que esa vida que nació de su amor insondable de Padre venza definitivamente a la muerte y aparezca «la nueva creación» en todo su esplendor. No se revelará como Dios Salvador hasta que el ser humano alcance su «humanización plena». Mientras tanto, todo se encuentra en camino: la acción salvadora de Dios, la fuerza transformadora de la resurrección y la construcción de la nueva humanidad.
Desde esta esperanza cristiana, cualquier momento de la historia es siempre algo que no contiene todavía toda la justicia, la liberación y la vida que le esperan a la humanidad. Nunca estamos en «el mejor de los mundos». Todo se puede mejorar y transformar, orientándolo hacia ese futuro prometido en la resurrección de Cristo. La historia no ha acabado. Siempre es posible el cambio, la transformación, la lucha por un mundo más humano.