Cristo es nuestro cielo
La vida cristiana consistente en adherirnos a Cristo, en vivir animados por su Espíritu, en crecer con él. Esta es nuestra esperanza: quien vive en Cristo tiene ya en su mismo ser el germen de la vida eterna.
Por eso, ser cristiano es mucho más que “hacer méritos” para entrar un día en el cielo. Desde ahora somos portadores de vida eterna. En nosotros alienta ya esa vida insondable del Resucitado que un día nos transformará. Nuestra vida, escondida hoy en Cristo, un día se manifestará. Un día todo quedará transfigurado y consumado en Cristo resucitado. Y será ese Jesús, amado y seguido día a día por nosotros entre vacilaciones y penas, quien nos arrastrará glorioso hacia el abrazo eterno con el Padre.
La comunión con Dios
No hemos de hablar de la visión de Dios como si se tratara solo de un conocimiento intelectivo. La visión nos ha de evocar, más bien, el encuentro de amor insondable en el que Dios se entrega a la criatura en lo que constituye su ser más íntimo, y la criatura se abandona a Dios en una entrega total de sí misma.
El cielo consiste esencialmente en esta comunión amorosa en la que el ser humano disfruta de la misericordia infinita del Padre, es engendrado a la vida eterna junto con el Hijo y gusta para siempre el amor divino que es el Espíritu Santo. En esta comunión insondable con la Trinidad encuentra el ser humano la plenitud de su vida, su liberación y descanso total, la consumación de toda felicidad esperada, anhelada o apenas vislumbrada. La criatura “entra para siempre en el gozo de su Señor”.
Nuestra plena realización
Esta unión inmediata con Dios en el cielo significa nuestra plena realización como criaturas. Liberados por fin del egocentrismo y convertidos en pura entrega a Dios, llegamos a ser “nosotros mismos”. En esa comunión amorosa con Dios encontramos la expansión plena de nuestro ser y la consumación de nuestra vocación más profunda como criaturas nacidas del amor y orientadas al amor.