El Espíritu está en Jesús enviándolo a los pobres (ver Lucas 4,18). Lo unge para restablecer en el mundo el reino de Dios y su justicia, para traer la liberación a los oprimidos, para eliminar la desigualdad que deshumaniza a los más débiles y olvidados.
Ese Espíritu, “Padre de los pobres”, sigue animando también hoy a su Iglesia. Cuando en la comunidad eclesial se olvidan los designios de Dios y se oscurece el seguimiento a Jesús,el Cristo, el grito del Espíritu vuelve a interpelar siempre a su Iglesia, desde el clamor de los pobres y los crucificados de la Tierra, para que recupere cuanto antes la verdad y el dinamismo perdidos.
El Espíritu nos envía a los pobres. Ellos son criterio fundamental de discernimiento y marco de referencia. No se puede, entre nosotros, anunciar el Evangelio bajo el impulso del Espíritu si no es desde los excluidos de la “sociedad dual” y desde la solidaridad con los últimos de la Tierra.
Francisco nos está recordando que hemos de recuperar el lugar social que hemos olvidado: “Salid a las periferias existenciales”, “El reino de Dios nos reclama”. “No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos” (La alegría del Evangelio 49).
La comunión del Espíritu es comunión con los que sufren; la teología es letra vacía si no lleva Buena Noticia al pobre; la evangelización no es plenamente tal si no denuncia la injusticia y la opresión que engendra miseria; la pastoral se vacía de contenido evangélico si olvida el servicio a los últimos…
La verdadera pobreza la conoceremos como precio y consecuencia de nuestra comunión real con los pobres y de la firme defensa de su dignidad. Por ese camino se encuentra la verdadera cruz de Cristo, el “conflicto salvador” que puede liberar a la Iglesia del peligro de configurarse según los poderes de este mundo, el martirio que puede sacudirnos a todos de la indiferencia y las fáciles “acomodaciones de derechas o de izquierdas” de nuestra vida cristiana.