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2. Jesús, rostro de la misericordia del Padre
Una vida orientada hacia los más necesitados de compasión
Las diferentes tradiciones evangélicas apuntan en la misma dirección: la actuación profética de Jesús arranca, y está motivada y dirigida, por la misericordia de Dios. Su pasión por Dios se traduce en compasión por el ser humano. Es la misericordia de Dios la que atrae a Jesús hacia los últimos: las víctimas, los que sufren, maltratados por la vida o por las injusticias de los poderosos, los pecadores y gentes indeseables, despreciados por todos. El Dios de la ley y del orden, el Dios del culto y de los sacrificios, el Dios del sábado jamás hubiera podido generar la actividad profética de Jesús, tan sensible al sufrimiento de los inocentes y la humillación de los excluidos.
El evangelio de Lucas, en una escena programática que sucede según el narrador en la sinagoga de Nazaret, subraya que no es la religión del templo la que orienta la actuación de Jesús, sino el “Espíritu del Señor” el que imprime a su vida entera la dirección hacia los últimos. Atribuyéndose a sí mismo un texto de Isaías 61,1-2, Jesús dice así (Lucas 4,7-19): “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor” (probablemente la escena está elaborada por Lucas, pero recoge lo que fue realmente la actuación de Jesús).
Jesús se siente “ungido por el Espíritu” de un Dios que orienta toda su actuación profética en dirección hacia los más necesitados de compasión. Estos cuatro grupos de personas, los “pobres”, los “cautivos”, los “ciegos” y los “oprimidos” representan y resumen a los que Jesús lleva más dentro de su corazón de profeta de la compasión. En esta vida entregada por entero a poner esperanza en los pobres, a liberar de esclavitudes, a aliviar el sufrimiento y a ofrecer el perdón gratuito de Dios podemos ver encarnada la misericordia del Padre.
El sufrimiento, primera preocupación de Jesús
Hemos de decir algo más. Movido por la misericordia del Padre, “la primera mirada de Jesús no se dirige al pecado de los otros sino a su sufrimiento”. (Ha sido, sobre todo, Juan Bautista METZ el que ha insistido en este dato. Ver, por ejemplo, su artículo “La compasión. Un programa universal del cristianismo en la época del pluralismo cultural y religioso”, Revista Latinoamericana de Teología 55 (2001) p. 27).
La clave desde la que Jesús vive a Dios y se esfuerza por abrir caminos a su reino de justicia no es propiamente el pecado sino el sufrimiento por la falta de misericordia en el mundo. El contraste con el Bautista es esclarecedor. La actuación profética del Bautista estaba pensada y organizada en función del pecado. Era su preocupación suprema: denunciar los pecados del pueblo, llamar a penitencia a los pecadores y purificar con su bautismo a quienes acudían al Jordán. El Bautista no parece ver el sufrimiento: no se acerca a los enfermos ni los cura. No parece conocer la exclusión y marginación en que viven no pocos: no limpia a los leprosos, no libera a los poseídos, no acoge a las prostitutas. El Bautista no abraza a los niños y niñas de la calle, no come con pecadores, no los acoge a su mesa. El Bautista no hace gestos de bondad. Su actuación es estrictamente religiosa.
Por el contrario, la primera preocupación de Jesús es el sufrimiento y la marginación que sufren las gentes enfermas y desnutridas de Galilea, la defensa de aquellos campesinos explotados por los poderosos terratenientes. Los evangelios no presentan a Jesús caminando por Galilea en busca de pecadores para convertirlos de sus pecados. Lo describen acercándose a los enfermos para aliviar su sufrimiento; acariciando la piel de los leprosos para liberarlos de la exclusión. Por decirlo de alguna manera, en la actuación de Jesús es más determinante suprimir el sufrimiento y humanizar la vida que denunciar los pecados y llamar a penitencia a los pecadores. No es que no le preocupe el pecado, sino que para el profeta de la compasión, el mayor pecado contra el proyecto humanizador del reino de Dios consiste en introducir en la vida sufrimiento injusto o tolerarlo con indiferencia desentendiéndonos de las personas que sufren.
Esta atención al sufrimiento hace de Jesús un profeta curador. Jesús vive al Dios de la misericordia como un Dios amigo de la vida. Sufre al ver la distancia enorme que hay entre el sufrimiento de tanta gente desnutrida y enferma y la vida sana que Dios quiere para sus hijos e hijas. Por eso se siente profeta curador, lleno del Espíritu bueno de Dios, no para condenar y destruir, sino para curar, liberar de espíritus malignos y potenciar la vida.
Para Jesús, Dios es una Presencia buena que bendice la vida y quiere la curación, antes que el cumplimento del sábado. Por eso, bendice a los enfermos que no pueden tener acceso a las bendiciones del templo. Impone sus manos sobre ellos porque quiere envolver con la ternura de Dios a quienes, según la creencia popular, se los considera castigados por él.
Quiero llamar la atención sobre un dato significativo. Según los evangelios sinópticos, Jesús no cura para confirmar su mensaje o para probar su condición mesiánica. Todos insisten en que lo hace porque, al ver el sufrimiento de los enfermos, “se le conmueven las entrañas” (Marcos 1,41; 9,22; Mateo 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lucas 7, 13). El término que se emplea, “splanchnizomai”, es el mismo que Lucas emplea para hablar de la misericordia de Dios (Lucas 15,20). Jesús es “rahum”: tiene entrañas de misericordia como el padre de la parábola que acoge a su hijo perdido.
Jesús experimenta también al Dios de la misericordia como el Dios de los últimos: los empobrecidos por los poderosos y los olvidados por la religión. Jesús sufre al ver que nadie les hace justicia. Por eso, se siente también profeta defensor de los pobres. Su primer gesto es compartir con ellos su suerte. La vida pobre e itinerante de Jesús y de sus discípulos, sin provisiones ni túnica de repuesto, no es austeridad. Es su forma de compartir la indefensión, la vulnerabilidad y los riesgos que padecen tantos desgraciados. Jesús, profeta pobre del Dios de la misericordia, vive entre los pobres, conoce su hambre y sus lágrimas, estrecha contra su pecho a los niños y niñas de la calle, y sufre con todos ellos. Jesús encarna la misericordia del Padre en su vida solidaria con los pobres.
Al mismo tiempo, Jesús comienza a hablar un lenguaje nuevo y provocativo. La misericordia de Dios está pidiendo que se haga justicia a sus hijos más indefensos. Ellos han de saber antes que nadie que la misericordia de Dios no los abandonará jamás. Por eso, Jesús comienza a lanzar sus gritos proféticos por toda Galilea. Se encuentra con familias que no han podido defender sus tierras ante los abusos de los terratenientes y grita: “Dichosos los que os estáis quedando sin nada porque de vosotros es el reino de Dios” (el texto no habla de “penes”, el pobre que vive de un trabajo duro, sino de “ptochoi”, los indigentes que no tienen de qué vivir). Observa la desnutrición de las mujeres y los niños, y les asegura: “Dichosos los que ahora tenéis hambre porque seréis saciados”. Ve llorar de impotencia a los campesinos cuando los recaudadores se llevan lo mejor de sus cosechas, y los consuela: “Dichosos los que ahora lloráis porque reiréis” (Lucas 6,20-21; hay un consenso bastante general en que estas tres bienaventuranzas provienen de Jesús).
No es burla ni cinismo. Jesús está compartiendo su pobreza y les habla en nombre del Padre misericordioso. El mensaje de las Bienaventuranzas es central en la actuación profética de Jesús: “Los que no interesan a nadie son los que más interesan a Dios: los que sobran en los imperios construidos por los hombres, tienen un lugar privilegiado en su corazón; los que no tienen una religión que los defienda, tienen a Dios como Padre”. Si el reino de Dios es acogido, el mundo irá cambiando para bien de los últimos.
Este mensaje de Jesús no significa ahora mismo el final del hambre y la miseria, pero sí una dignidad indestructible para todas las víctimas. Son los predilectos de Dios y esto da a su dignidad una seriedad absoluta. En ninguna parte se construirá la vida tal como quiere el Padre de la misericordia, si no es liberando a los pobres del hambre y la miseria. Ninguna religión será bendecida por Dios, si no busca justicia para ellos. Esto es introducir la misericordia de Dios en el mundo: poner a las religiones y los pueblos, a las culturas y las políticas mirando hacia los últimos y trabajando por su dignidad. Más aún, esto es introducir en el mundo la esperanza última de una vida plena para aquellos que han sido excluidos injustamente de una vida digna y dichosa en este mundo.
La acogida a los “pecadores” más despreciados
Los evangelios destacan que lo que provocó más escándalo y hostilidad hacia Jesús fue su amistad hacia un colectivo bien reconocible de personas a las que se llamaba despectivamente “pecadores”. Nunca había ocurrido nada parecido en la historia de Israel. Ningún profeta se había acercado a ellos con el respeto, la amistad y la simpatía de Jesús. El término “pecador” no tenía en aquel tiempo el contenido preciso que tendrá luego en la tradición cristiana. A este colectivo de “pecadores” se los consideraba excluidos de la Alianza, bien por su comportamiento inmoral, bien por su profesión, bien por su contacto con paganos, su colaboración con Roma o razones semejantes. Formaban un grupo proscrito y despreciado, sobre todo, por los sectores más rigoristas que los excluían de la convivencia (matrimonio con ellos, banquetes, negación de saludo…). Su conversión se consideraba imposible. Los colectivos más representativos eran los recaudadores y las prostitutas.
Lo que más escandalizaba era la costumbre de Jesús de sentarse a comer con ellos en la misma mesa. No es algo anecdótico o secundario. Es el rasgo que caracteriza su modo de actuar con los pecadores más despreciados. Según bastantes autores, es el gesto profético más original y representativo del profeta de la misericordia. En medio de un clima de condena y discriminación general, Jesús introduce un gesto profético de acogida e inclusión. La reacción fue inmediata. Las tradiciones recogen fielmente, primero la sorpresa: “¿Qué? ¿Es que come con publicanos y pecadores?” (Marcos 1,16). No guarda las debidas distancias. ¡Qué vergüenza! Luego, la hostilidad, el rechazo y los insultos: “Ahí tenéis a un comilón y bebedor de vino, amigo de pecadores” (Lucas 7,34; Mateo 11,9).
Jesús no lo desmintió nunca pues realmente se sentía amigo de pecadores. El asunto era explosivo. Sentarse a la mesa con alguien siempre es una prueba de respeto, confianza y amistad. No se come con cualquiera y menos en el pueblo elegido de Israel donde se cuidaba tanto la propia santidad. Lo que está haciendo Jesús es algo impensable en alguien considerado como un “hombre de Dios”. ¿Cómo podía sentirse amigo de publicanos y prostitutas?
Pero, además, Jesús se acercaba a comer con ellos, no como un maestro de la ley, preocupado por examinar su vida escandalosa, sino como profeta de la misericordia de Dios, que les ofrece su amistad y comunión. El significado profundo de estas comidas consiste en que Jesús crea con ellos “comunidad de mesa” ante Dios (Rafael AGUIRRE, La mesa compartida. Estudios desde las ciencias sociales. Santander. Sal Terrae 1994, 26-133; J. Dominic CROSSAN, Jesús: Vida de un campesino judío. Barcelona. Crítica 1994, 383-408). Comparte con ellos el mismo pan y el mismo vino; pronuncia con ellos “la bendición a Dios” y celebra anticipadamente el banquete final que, según anuncia Jesús, el Padre está preparando para sus hijos. Con este gesto profético, Jesús les está anunciando la Buena Noticia de Dios: “Esta discriminación que estáis sufriendo dentro del pueblo elegido no refleja el misterio último de Dios. También para vosotros el Padre es misericordia y bendición”.
La mesa de Jesús es una mesa abierta a todos. Dios no excluye a nadie, ni siquiera a los pecadores más despreciados. Jesús sabe muy bien que su mesa con pecadores no es la “mesa pura” de los fariseos que excluían a los impuros ni la “mesa santa” de la comunidad de Qumrán a la que no admitían a los “hijos de las tinieblas”. Es la “mesa acogedora” de Dios. Esta mesa, compartida por todos, rompe el círculo diabólico de la discriminación y abre un espacio nuevo donde todos son acogidos e invitados a encontrarse con el Padre de la misericordia. Jesús pone a todos, justos y pecadores, ante el misterio insondable de Dios. Ya no hay justos con derechos y pecadores sin derechos. A todos se les ofrece gratuitamente la misericordia infinita de Dios. Solo quedan excluidos los que no la acogen.
Esta misericordia insondable del Padre solo puede ser anunciada desde una Iglesia acogedora, que elimina prejuicios y rompe fronteras. En todo acto evangelizador no puede faltar el mensaje del perdón gratuito e inmerecido de Dios. También hoy todos los colectivos que son condenados, discriminados o ignorados en algún grado por la sociedad o por la Iglesia (prostitutas, delincuentes, toxicómanos, gais, lesbianas, transexuales…) han de escuchar el mensaje de Jesús: “Cuando os veáis condenados por la Iglesia, sabed que Dios os está acogiendo. Cuando os sintáis rechazados por la sociedad, sabed que Dios os mira con amor. Cuando nadie os perdone, sentid sobre vosotros el perdón inagotable de Dios. Cuando os sintáis solos y humillados, escuchad vuestro corazón y sentiréis que Dios está con vosotros. Aunque todos os abandonen, Dios no os abandonará jamás. No lo merecéis. No lo merecemos nadie. Pero Dios es así: misericordia y perdón sin límites”.
José Antonio Pagola
II Congreso mundial de Biblia y Mística “Misericordiosos como el Padre”
CITES, Ávila, 7 de septiembre de 2016
SALVAR EL AMOR
Después de escuchar con atención, la conferencia dada por Pagola sobre la Misericordia, no puedo pasar por alto, la pregunta que le hace al final una de las congresistas: ¿no cree que el término POBREZA ha de ser más amplio, abarcar otras realidades que son objeto de gran sufrimiento, como es la soledad?
La respuesta afirmativa de José Antonio Pagola, ha dejado claro aquello de que: «no solo de pan vive el hombre»
No hay duda, la realidad de la soledad, es la gran pandemia del Siglo XXI. Si además, la unimos al confinamiento en residencias de tantos ancianos, víctimas del abandono de sus familias, otros, obligados a dejar sus hogares por no disponer de recursos para ser atendidos, debido a míseras pensiones, tantos como están siendo objeto de la «cultura del descarte» que el Papa Francisco ha denunciado, tendremos sí, los cristianos de esta generación, que «armar lío» y «plantar cara» a una sociedad indiferente que ignora y olvida, a quienes el peso de la vida con sus achaques y enfermedades y las limitaciones propias de la edad, necesitan un trato digno y humano, corazón de verdadera Misericordia.
Hemos de promover acciones encaminadas a hacer la vida más humana, más justa para todos, sino queremos ser parte del «usar y tirar», el «desecho» de una sociedad acaparadora, en extremo consumista, donde el dios dinero, el hedonismo y el «culto al cuerpo», está arrasando con los valores que dignifican la existencia y los derechos más sagrados del ser humano.
Los cristianos hemos de perder «el miedo» de un silencio que permite el «ninguneo» y la falta de respeto de los más débiles, ser voz en nuestras parroquias, comunidades, grupos, tener el coraje de denunciar las políticas sociales que no tengan como prioridad a los más pobres y desfavorecidos de la sociedad, defender el derecho a recursos que permitan una vida digna y no permitir «dar por caridad lo que se debe en justicia».
Sigamos pues, reflexionando y tomando conciencia, de que la Misericordia ha de ser ante todo «pasión» por el hombre y mujer que sufren la indiferencia, debido a que no «sirven», ni «cuentan».
Sirve la experiencia y cuenta la sabiduría acumulada, sin duda, un gran valor que debiera estar muy por encima del negocio interesado y lucrativo a costa de los abandonados y solos.
No podemos perder el AMOR y la Misericordia, el único antídoto contra el sufrimiento. ¡Ánimo! Hay que seguir luchando, construyendo un mundo más justo, digno y humano, como el que quiso Jesús, como hemos de conseguir nosotros.
Miren Josune