Sufriendo con un pueblo oprimido
Jesús nació en un pueblo sometido al Imperio romano. Desde que el general Pompeyo entró en Jerusalén el año 63 a. C., Roma dominaba toda la zona bien por medio de reyes vasallos como Herodes el Grande y sus hijos, bien de manera más directa por medio de sus prefectos.
Desde niño pudo conocer la crueldad de los romanos. Jesús tenía solo unos meses cuando el general Varo aplastó una rebelión crucificando a dos mil judíos en los alrededores de Jerusalén. Al mismo tiempo, Gayo llegó hasta Galilea, incendió la ciudad de Séforis y las aldeas del entorno y se llevó como esclavos a un número grande de campesinos. Esta brutal intervención fue recordada durante mucho tiempo. Estas tragedias no se olvidan en las pequeñas aldeas. Jesús lo escuchó todo desde niño con el corazón encogido.
Años más tarde pudo comprobar que Roma no solo oprimía militarmente a su pueblo sino que lo iba explotando y empobreciendo. Mientras una pequeña minoría protegida por Roma iba acumulando tierras y riqueza, la mayoría de los campesinos se iba empobreciendo cada vez más, exprimidos por los tributos que debían entregar a los gobernantes y los diezmos y primicias que debían reservar para el Templo. Jesús los veía llorar cuando los recaudadores llegaban desde Séforis para llevarse la uva o el grano recién recogido. Bastantes campesinos se veían forzados a perder sus tierras para responder de sus deudas. Aquello no era solo una explotación económica. Era una humillación y un atentado contra Dios que les había regalado aquella tierra para disfrutarla en libertad.
Pero había algo todavía más peligroso para Israel. Desde la invasión de Alejandro Magno (333 a. C.), la cultura helénica iba penetrando cada vez más en Israel poniendo en peligro la identidad del pueblo. La situación era desesperada. De nada había servido el levantamiento de los macabeos contra Antíoco Epífanes (160 a. C.). Herodes el Grande y sus hijos, siguiendo los gustos de Roma, continuaron e intensificaron la helenización del país. Las clases dirigentes y las familias sacerdotales más poderosas de Jerusalén colaboraban en mayor o menor grado con los herodianos. ¿Qué iba a ser del «pueblo elegido»? ¿Dónde estaba el Dios de la Alianza? ¿No iba a intervenir?
Buscador de un Dios Salvador
En un determinado momento, Jesús dejó su trabajo de artesano, abandonó a su familia, se alejó de Nazaret y se adentró en el desierto. No buscaba una experiencia más intensa de Dios que llenara su sed interior. Jesús no es un místico en busca de armonía personal, al estilo de Buda. Jesús buscaba a Dios como «fuerza de salvación» para su pueblo. Era el sufrimiento de la gente lo que le hacía sufrir: la brutalidad de los romanos, la opresión que ahogaba a los campesinos, la adulteración de la Alianza, la situación desesperada de su pueblo.
Jesús no tenía todavía un proyecto propio cuando se encontró con el Bautista. Al escucharlo, quedó seducido. No había visto nada igual. Para Jesús, no era solo un profeta. Era «más que un profeta». Era incluso «el mayor entre los nacidos de mujer». ¿Qué pudo seducir tanto a Jesús? ¿Qué vio en la persona de Juan y en su mensaje?
A diferencia de otros grupos religiosos de su tiempo, la mirada profética del Bautista se centraba en la raíz de todo: esta situación desesperada de Israel se debe a su pecado y rebeldía. Su diagnóstico es escueto y certero. La historia del pueblo elegido ha fracasado. La crisis actual no es una más. Es el punto final al que ha llegado Israel en una larga cadena de pecados. Ahora solo queda enfrentarse al juicio definitivo de Dios que tiene ya «el hacha puesta a la raíz de los árboles» que no dan fruto para derribarlos.
Según el Bautista, el mal lo ha contaminado todo. El mismo Templo está corrompido. Ya no es un lugar santo: los sacrificios que allí se ofrecen no sirven para perdonar los pecados. Nadie ha de hacerse ilusiones. La Alianza está rota. La ha anulado el pecado de Israel. De nada sirve declararse «hijos de Abraham». Israel está prácticamente al nivel de los pueblos gentiles. El pueblo necesita comenzar de nuevo la historia de salvación.
Juan no pretendía hundir al pueblo en la desesperación. Al contrario, le ofrecía un camino grandioso de salvación. El pueblo debía marchar de nuevo al desierto, a la región de Perea, fuera de la «tierra prometida», en el lugar preciso donde, según la tradición, el pueblo conducido por Josué había cruzado el río Jordán para entrar en la tierra que Dios le regalaba. El pueblo debía confesar allí sus pecados y recibir en las «aguas vivas» del Jordán el «bautismo de conversión para el perdón de los pecados». Una vez purificados, cruzarían de nuevo el Jordán para ingresar en la «tierra prometida» y reconstruir un nuevo Israel dando «frutos dignos de conversión». Según el Bautista, su actuación solo era la preparación. Más tarde vendría uno «más fuerte» que ya no bautizaría con agua sino «con fuego» y «con Espíritu Santo». Él conduciría a todos a su destino de condenación o de salvación.
Jesús quedó seducido por esta visión grandiosa, acogió el mensaje del Bautista y se hizo bautizar por él. Esto significaba que compartía con él la necesidad de una conversión radical de todo el pueblo y, sobre todo, su esperanza. Todo podía comenzar de nuevo. Le fascinaba la idea de un pueblo transformado, liberado de tanta injusticia y sufrimiento, disfrutando de una vida digna y dichosa en la fidelidad a la Alianza.
Jesús no solo se hizo bautizar, sino que quiso concretar su propia «conversión»: en adelante se dedicaría a colaborar con el Bautista preparando al pueblo para la llegada de Dios. No volvió a Nazaret. Se olvidó de su familia y de su trabajo y se quedó junto al Bautista para ayudarle en su tarea. ¿No era este el mejor modo de acoger a ese Dios que llegaba a juzgar y salvar a Israel?