Profeta itinerante del Reino de Dios
Las cosas cambiaron cuando Herodes Antipas ejecutó a Juan. El proyecto del Bautista quedaba interrumpido. ¿Qué iba a ser ahora del pueblo sin el profeta que lo estaba preparando para el juicio de Dios? ¿Qué iba a hacer el Dios de Israel?
Jesús reaccionó de manera sorprendente. No abandonó la esperanza que animaba a Juan sino que la radicalizó hasta extremos insospechados. No siguió bautizando. Dio por terminada la etapa de preparación que había impulsado Juan. Su muerte no iba a ser el fracaso de los planes de Dios. Al contrario, Dios iba a adelantar su intervención e iba a actuar de una manera que ni Juan ni nadie sospechaba. Dios llega ya a este pueblo que no ha podido llevar a cabo su conversión completamente, pero viene, según Jesús, no como un Juez airado sino como un Padre Salvador. El pueblo va a conocer ahora la increíble misericordia de Dios, no su ira destructora.
Jesús comenzó a hablar un lenguaje nuevo. Según Marcos, esto era lo que proclamaba: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en esta Buena Noticia». El pueblo ha de escuchar una llamada a la conversión, pero la conversión no consiste en hacer penitencia y prepararse para un juicio sino en «entrar» en el Reino de Dios y acoger su misericordia.
Jesús abandonó el desierto y se desplazó por los pueblos de Galilea proclamando la salvación que Dios ofrecía a todos: no solo a los bautizados por Juan, también a los no bautizados. La gente no se tenía que desplazar ya al desierto. Era el mismo Jesús, acompañado por sus discípulos, el que recorría la tierra prometida. Su vida itinerante por los pueblos de Galilea era símbolo de la visita de Dios que llegaba como Padre a establecer una vida más digna y dichosa para todos sus hijos e hijas.
Jesús abandonó también la vida austera del desierto y la sustituyó por un estilo de vida alegre y festivo. No tenía sentido seguir ayunando. Había llegado el momento de abandonar el gesto del bautismo para celebrar comidas festivas, abiertas a todos. Para recibir el perdón de Dios, no había que subir al Templo a ofrecer sacrificios de expiación, pero ni siquiera era necesario sumergirse en las aguas del Jordán. Jesús lo ofrecía gratis en el nombre de Dios a quienes acogían la Buena Noticia del Reino.
Pero Jesús quería proclamar la misericordia de Dios de manera más concreta. Por eso se dedicó a algo que el Bautista nunca hizo: curar enfermos que nadie curaba; aliviar el sufrimiento de gentes abandonadas, tocar a leprosos e impuros que nadie tocaba, bendecir y abrazar a niños y pequeños, devolver su dignidad a mujeres despreciadas. Todos debían sentir la cercanía salvadora de Dios hasta los más indignos: los recaudadores, las prostitutas, los endemoniados, los samaritanos e, incluso, los paganos.
Jesús abandonó el lenguaje duro del desierto. Su palabra se hizo poesía. Comenzó a contar parábolas llenas de vida. El pueblo quedaba seducido. Todo empezaba a hablarles de la cercanía de un Dios bondadoso: los pájaros del cielo y las mieses del campo, la semilla sembrada en la tierra y la levadura que fermentaba la masa de harina. Con Jesús todo empezaba a ser diferente. Ya nadie hablaba de la «ira inminente» de Dios. Jesús comunicaba la experiencia de un Dios «amigo de la vida».
Portador de la Buena Noticia de Dios
El pueblo judío no dudaba de que Dios era el «creador de los cielos y de la tierra», que controlaba la creación entera y dirigía la historia de Israel. Por eso, se le aclamaba como Rey y Señor soberano en la liturgia del Templo. Pero, al mismo tiempo, generación tras generación, experimentaban la fuerza terrible del mal. Cuando nació Jesús, llevaban más de seiscientos años sometidos a potencias extranjeras. Primero fueron los asirios y babilonios, más tarde Alejandro Magno y sus sucesores. Ahora vivían sometidos al imperio brutal de Roma.
Fue en la dura experiencia del destierro a Babilonia y, sobre todo, después del exilio cuando se fue gestando la esperanza de que Dios no tardaría en intervenir para destruir a los invasores paganos que oprimían a Israel y para establecer su justicia en el interior del pueblo. Israel volvería a la fidelidad a la Alianza y conocería por fin la paz de Dios.
En tiempos de Jesús se vivía intensamente esta expectación. Los escritores apocalípticos desarrollaban una imaginería fantástica: el mal se había apoderado de este mundo pero Dios intervendría de forma espectacular para destruirlo y crear unos «cielos nuevos y una tierra nueva». En los círculos fariseos se esforzaban por vivir observando fielmente la Ley; aceptar la Torá equivalía a aceptar el «yugo del Reino»; el día en que el pueblo fuera santo, irrumpiría el Reino de Dios. En la liturgia sabática del monasterio de Qumrán los monjes celebraban a Dios como Rey de los cielos y esperaban su pronta venida para destruir a los romanos (Kittim) y a los hijos de las tinieblas. El pueblo, mientras tanto, pedía ardientemente la llegada de Dios en oraciones como el Qaddish: «Ensalzado y santificado sea tu nombre excelso en el mundo… Surja de nuevo su Reino en vuestra vida… pronto y sin demora».
Jesús sorprendió a todos con su predicación: «El Reino de Dios ha llegado». Esta aquí, en medio de la vida. No hay que seguir esperando: «Mirad, el Reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17,21). No busques signos espectaculares, no os entretengáis con las especulaciones de los escritores apocalípticos. El Reino de Dios está a vuestro alcance, lo podéis acoger y experimentar. «El Reino de Dios está dentro de vosotros y fuera de vosotros» (Evangelio de Tomás, 3). Es el momento de acoger a Dios que está ya irrumpiendo como salvador y amigo de la vida en la predicación y los gestos liberadores de Jesús. En medio de aquella situación desgraciada del pueblo se puede captar ya la fuerza humilde pero poderosa de Dios poniendo en marcha la liberación de Israel.
Esta llegada de Dios es la mejor noticia que podía escuchar la gente. Según Jesús, Dios no viene a destruir sino a liberar. No busca la destrucción de los enemigos de Israel ni el castigo de los pecadores. Jesús anuncia a un Dios que «hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Dios no viene a controlar el mundo con su poder dominador. Viene a destruir las fuerzas del mal con su poder creador y salvador.
Dios no viene a reforzar la religión ni a asegurar la observancia de una moral determinada. Jesús no se coloca a favor del «pueblo elegido» en contra de los «gentiles». No defiende a los justos y observantes de la Ley contra los impíos que no la cumplen. No anuncia la salvación a los bautizados en el Jordán, y la condenación a los impenitentes. Dios es Padre de todos. Para todos quiere y busca una vida más digna y dichosa.
Excelente tema, Jesus deja su diivinidad para convertirse totalmente humano y sentir el sufrimiento fisicamente y el sacrificio por la salvacion del pueblo de Dios