El cielo serán los otros
El amor, que tiene su origen y se alimenta en Dios, no puede sino irradiarse, difundirse y expanderse a quienes forman el Cuerpo glorioso de Cristo.
Transfigurados por el amor de Dios, todos y cada uno de nosotros nos convertiremos en “cielo” para aquellos que amamos. Unidos por un mismo amor que brota de Dios, nuestro abrazo mutuo se convertirá en fuente de felicidad eterna para los demás.
Nuevos cielos y nueva tierra
Ese mundo “nuevo” no será otro mundo distinto que sustituya a este, una vez aniquilada la tierra. En realidad, los cristianos no deberíamos hablar del otro mundo y de la otra vida, sino de este mundo y de esta vida nuestra que tanto amamos y que, transfigurados en Cristo resucitado, constituirán para siempre nuestro cielo.
Todo lo bueno, hermoso y justo que aquí deseamos y por lo que luchamos, lo que ha quedado a medias, lo que no ha podido ser, todo alcanzará su realización plena. Entonces comprenderemos que no se ha perdido nada de lo que hemos vivido con amor o a lo que hemos renunciado por amor.
Mirar al cielo
Hoy son muchos los cristianos que han dejado de mirar al cielo. Las consecuencias pueden ser graves. Olvidar el cielo no nos conduce sin más a preocuparnos con mayor responsabilidad de la tierra. Ignorar al Dios que nos espera y nos acompaña hacia la meta final no da mayor eficacia a nuestra acción social y política. No recordar nunca la felicidad a la que estamos llamados no acrecienta nuestra fuerza para el compromiso diario. Al contrario, obsesionados solo por el logro inmediato de bienestar, atraídos por pequeñas y variadas esperanzas, podemos acortar y empobrecer el horizonte de nuestra vida, perdiendo el anhelo de lo infinito. ¿No necesitamos que alguien nos grite: “Cristianos de hoy, ¿qué hacéis en la tierra sin mirar nunca al cielo?”
El cielo comienza en la tierra
La esperanza cristiana consiste precisamente en buscar y esperar la realización total de esta tierra. Buscar el cielo es querer ser fiel a esta tierra hasta el final, sin defraudar ni desesperar de ningún anhelo o aspiración verdaderamente humanos.
Porque creemos y esperamos un mundo nuevo y definitivo, los creyentes no podemos tolerar ni conformarnos con este mundo tal como hoy es, lleno de odios, lágrimas, injusticia, hambre, mentira y violencia.
Quien no hace nada por cambiar este mundo
no cree en otro mejor.
Quien no lucha contra la injusticia
no quiere “unos cielos nuevo y una nueva tierra
donde habite la justicia” (1 Pedro 3,13).
Quien no trabaja por liberar al ser humano del sufrimiento
no cree en un mundo nuevo y feliz.
Quien no hace nada por cambiar y transformar esta tierra
no cree en el cielo.