“Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”
Jesús vivió en una sociedad profundamente religiosa. La santidad es la cualidad esencial de Dios, el principio para orientar la conducta del pueblo. El ideal es ser santos como Dios es santo. “Sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Levítico 14,2). Paradójicamente, esta imitación de la santidad de Dios, entendida como separación de lo pagano, lo no santo, lo impuro y contaminante, fue generando de hecho una sociedad discriminatoria y excluyente.
Jesús lo captó enseguida y, con una lucidez y una audacia sorprendente, introdujo un principio nuevo que lo transforma todo: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lucas 6,36). Es la misericordia y no la santidad el principio que ha de inspirar la conducta humana. Dios es grande y santo no porque rechace a paganos, pecadores e impuros, sino porque ama a todos sin excluir a nadie de su misericordia. Dios no es propiedad de los buenos. Su amor misericordioso está abierto a todos. “Él hace salir su sol sobre buenos y malos” (Mateo 5,45).
“Sed misericordiosos…” no es una ley o un precepto más. Se trata de reproducir en la tierra la misericordia del Padre del cielo. Esta llamada a la misericordia es la clave del Evangelio, la gran herencia de Jesús a la humanidad. El único camino para construir un mundo más justo y fraterno. El único modo de construir entre todos una Iglesia más humana y creíble.
La dinámica de la misericordia
El lenguaje de la misericordia puede ser peligroso y ambiguo. En concreto, puede sugerir los buenos sentimientos de un corazón bondadoso, pero carente de un compromiso práctico; puede quedar reducido a “hacer obras de misericordia” en algún momento, sin abordar las causas injustas de muchos sufrimientos; puede entenderse como una actitud paternalista hacia algunos individuos sin reaccionar ante una sociedad que sigue funcionando de manera inmisericorde e injusta. Hemos de escuchar la llamada de Jesús a la misericordia como un grito de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado como algo normal, pues es inaceptable para Dios. La dinámica de la misericordia sería atender estos tres momentos:
La mirada compasiva
El samaritano sabe “mirar” al herido con compasión. La misericordia se despierta en nosotros no tanto por la atención a la Ley o la reflexión sobre los derechos humanos. Brota en nosotros cuando sabemos mirar al que sufre de manera atenta y responsable, conmoviéndonos ante su sufrimiento. Esta mirada es la que puede liberarnos de la indiferencia que bloquea nuestra compasión y también de marcos ideológicos o religiosos que nos permiten vivir con la conciencia tranquila.
Acercamiento al que sufre
El samaritano, movido por la compasión, “se acerca” al herido. No se pregunta quién es aquel desconocido para ver si puede tener alguna obligación para con él por razones de raza o de algún parentesco. Sencillamente se acerca y se hace su prójimo. La actitud de quien vive movido por la compasión no es preguntarse “¿quién es mi prójimo?”, sino “¿quién está necesitado de que yo me acerque y me haga su prójimo?”. Cuando uno vive desde la compasión de Dios, toma con seriedad a todo ser humano que sufre, cualquiera que sea su raza, pueblo o ideología. No se pregunta a quién tengo que amar, sino quién me necesita cerca.
El compromiso de los gestos
El samaritano no se siente obligado a cumplir un determinado código legal. Sencillamente, movido por la compasión, “responde” a la situación del herido inventando toda clase de gestos a su alcance para aliviar su sufrimiento y restaurar su vida.
De Jesús quedó el recuerdo de un profeta que, «ungido por Dios con el Espíritu Santo y con poder, pasó la vida haciendo el bien» (Hechos 10,38). Jesús no tiene poder político ni posee la autoridad religiosa de los dirigentes del Templo. No puede resolver los abusos e injusticias que se cometen en aquel rincón del imperio, pero camina por Galilea y Judea movido por el poder que le infunde el Espíritu Santo de Dios, sembrando gestos de bondad y compasión.
En la dinámica de la misericordia podemos diferenciar estos tres elementos. En un primer momento, hemos de interiorizar el sufrimiento ajeno, dejando que penetre en nosotros; hacerlo nuestro, dejar que nos duela a nosotros. En un segundo momento, ese sufrimiento interiorizado provoca en nosotros una reacción; se convierte en punto de partida de un comportamiento activo y responsable; viene a ser un principio de acción, un estilo de vivir. Por último, este estilo de vida se va concretando en compromisos y gestos, orientados a erradicar el sufrimiento, o al menos a aliviarlo.
José Antonio Pagola, NUEVA ETAPA EVANGELIZADORA, 4. Caminos de evangelización, capítulo 3