LA FAMILIA NO ES INTOCABLE
Con frecuencia, los creyentes hemos defendido la «familia» en abstracto, sin detenernos a reflexionar sobre el contenido concreto de un proyecto familiar entendido y vivido desde el Evangelio. Y, sin embargo, no basta con defender el valor de la familia sin más, porque la familia puede plasmarse de maneras muy diversas en la realidad.
Hay familias abiertas al servicio de la sociedad y familias replegadas sobre sus propios intereses. Familias que educan en el egoísmo y familias que enseñan solidaridad. Familias liberadoras y familias opresoras.
Jesús ha defendido con firmeza la institución familiar y la estabilidad del matrimonio. Y ha criticado duramente a los hijos que se desentienden de sus padres. Pero la familia no es para Jesús algo absoluto e intocable. No es un ídolo. Hay algo que está por encima y es anterior: el reino de Dios y su justicia.
Lo decisivo no es la familia de carne, sino esa gran familia que hemos de construir entre todos sus hijos e hijas colaborando con Jesús en abrir caminos al reinado del Padre. Por eso, si la familia se convierte en obstáculo para seguir a Jesús en este proyecto, Jesús exigirá la ruptura y el abandono de esa relación familiar: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí. El que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí».
Cuando la familia impide la solidaridad y fraternidad con los demás y no deja a sus miembros trabajar por la justicia querida por Dios entre los hombres, Jesús exige una libertad crítica, aunque ello traiga consigo conflictos y tensiones familiares.
¿Son nuestros hogares una escuela de valores evangélicos como la fraternidad, la búsqueda responsable de una sociedad más justa, la austeridad, el servicio, la oración, el perdón? ¿O son precisamente lugar de «desevangelización» y correa de transmisión de los egoísmos, injusticias, convencionalismos, alienaciones y superficialidad de nuestra sociedad?
¿Qué decir de la familia donde se orienta al hijo hacia un clasismo egoísta, una vida instalada y segura, un ideal del máximo lucro, olvidando todo lo demás? ¿Se está educando al hijo cuando lo estimulamos solo para la competencia y rivalidad, y no para el servicio y la solidaridad?
¿Es esta la familia que tenemos que defender los católicos? ¿Es esta la familia donde las nuevas generaciones pueden escuchar el Evangelio? ¿O es esta la familia que también hoy hemos de «abandonar», de alguna manera, para ser fieles al proyecto de vida querido por Jesús?
José Antonio Pagola
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Marina Ibarlucea
La familia es uno de los grandes valores de los que disponemos en nuestra vida. Las relaciones familiares están bañadas de amor. Amor de los esposos entre ellos. Amor de los padres hacia los hijos. Amor de los hijos hacia los padres. Ese amor es expresión del amor de Dios.
El desapego que nos invita a hacer hoy Jesús en el evangelio de nuestras familias, no significa que debemos olvidarnos de ella, que no debemos ser agradecidos hacia nuestros padres, sino que nos invita a que nuestra familia es parte de otra gran familia, la de los seguidores de Cristo. Pertenecer a esa gran familia es trabajar por los valores por lo que Jesús vivió y en especial el amor. Manifestar el amor que Dios nos ha mostrado al enviarle a él, su hijo.
Los valores cristianos, que se inician en el seno de nuestra familia doméstica, nos llevan a no apegarnos a lo material de este mundo, porque sabemos que Dios no se queda con nada de nadie. Jesús nos ha mostrado que lo importante es la persona, las relaciones personales y humanas, y nos invita a relacionarnos también con Dios de esa manera.
Seamos generosos con nuestras familias y seremos generosos con Dios. No busquemos en nuestra familia y las personas nuestro propio interés y descubriremos que a Dios no se le puede buscar para nuestro propio interés. Dios no es algo o alguien al que nos aferramos cuando estamos en peligro o le necesitamos y a quien rechazamos cuando las cosas van bien. Dios se merece nuestra solidaridad y desapego.
Estoy de acuerdo, no una familia cualquiera, la del «todo vale», es lo que se lleva y conviene, al libre albedrío de opciones diversas.
Familia como proyecto del Amor de Dios, que desde el principio y origen, quiso que fuera la unión constituída por un hombre y una mujer, de cuyo amor nacieran los hijos. ¿Qué familia existiría de no haber esta dualidad de hombre y mujer?
Familia abierta, no cerrada a las realidades del mundo, siendo un árbol bien plantado, de donde broten frutos de amor, servicio, solidaridad y generosa entrega.
Donde se viva la justa equidad, libertad y respeto hacia todas las personas, también hacia quienes viven el amor desde realidades y concepciones distintas.
Jesús vivió el amor, en el seno de la familia, en ella cultivó valores y criterios lúcidos, afianzó y trazó el camino a seguir, haciendo la voluntad de Dios.
Su padre José y su madre María, comprendieron los designios del Padre para con su hijo, la misión.
Fueron treinta años viviendo los valores del compromiso, servicio responsable, don recíproco, con el corazón latente a la voluntad de Dios.
Much@s, sólo se acuerdan de su padre y madre, cuando ya se han ido de este mundo, de ahí que, si teniéndolos cerca, no prestaban la mínima atención y cuidado, ¿cómo van a mantener viva la presencia de Dios en su vida, que pide hacer en todo su voluntad?.
Quien hace la voluntad de Dios, no debe vivir «encerrado» en las estrechas paredes de su hogar, ni en sus seguridades, al abrigo de cuanto le aleje de los demás.
Tampoco debe buscar efímeros sucedáneos de familia, «hoy te escojo, mañana te dejo». Amar no es una diversión pasajera, ni el otro-a son juguetes de placer.
Yo diría que la familia debe ser la Primera Iglesia doméstica, pues en ella se aprende de cerca a ser y vivir esa Comunión de amor.
De lo contrario, nadie puede dar lo que no tiene, ni ser partícipes de la gran familia de Dios.
Una actitud de un verdadero-a seguidor de Jesús, es no tener que pedir permiso a nadie para hacer la voluntad de Dios y ser fiel al Mandamiento del Amor.
Ser dign@s de haber sido un día bautizados, llamados cristianos, debe ser vivir en la Comunión del Amor, la familia a la cual fuimos incorporados, en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Miren Josune