Jesús profeta libre y liberador
Dios no se ha encarnado en un sacerdote del templo, ocupado en cuidar la religión. Tampoco en un maestro de la ley, dedicado a defender el orden legal de Israel. Ha tomado carne en un profeta, entregado enteramente a liberar la vida. Los campesinos de Galilea ven en los gestos liberadores de Jesús y en sus palabras de fuego un hombre movido por el espíritu profético: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros» (Marcos 1,27).
Jesús es un profeta libre. No forma parte de la estructura imperial de Roma. No pertenece a la institución religiosa del templo del templo de Jerusalén. No es ordenado ni ungido por nadie. Su autoridad no le viene de ninguna institución. No se basa en ninguna tradición. Solo obedece al Padre. Solo busca abrir caminos a un Dios que quiere un mundo nuevo, liberado de todo mal.
Jesús es un profeta liberador. Dos gritos nos descubren su proyecto liberador.
- El primero se dirige al imperio de Roma: «Los jefes de las naciones (los romanos) las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros»” (Mateo 20,25-26). Dios está contra todo poder opresor.
- El segundo está dirigido a Jerusalén: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos… Atan cargas pesadas y las echan a la espalda de la gente, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas» (Mateo 23,2-4). No ha de ser así. Dios está contra toda religión opresora.
La experiencia de un Dios libre
Jesús vive su actividad profética desde la experiencia de un Dios que es libre para abrir caminos a su proyecto de liberar el mundo de la esclavitud, la opresión y los abusos contra sus hijos e hijas. No tiene por qué seguir los caminos que le señalan los dirigentes religiosos que se cierran a toda novedad, considerándola una amenaza para el orden establecido. No tiene por qué ajustarse a las ambiciones de los poderosos que explotan sin piedad a sus pobres.
Por eso, mientras los dirigentes religiosos vinculan a Dios con su sistema religioso, y se preocupan de asegurar el culto del templo, el cumplimiento de las leyes o la observancia del sábado, Jesús pone a Dios al servicio de una vida liberada. Lo primero es el proyecto liberador del reino, no la religión; la curación de los enfermos, no el sábado; la reconciliación social, no las ofrendas que lleva cada uno hacia el altar.
Y, por eso también, Jesús pone a Dios, no al servicio de los poderosos y privilegiados, sino a favor de los pobres: los excluidos por el imperio y los olvidados por el templo. Dios no es propiedad de nadie. No pertenece a los buenos: «hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mateo 5,45). No está atado a ningún templo ni lugar sagrado. No es de los sacerdotes de Jerusalén ni de los maestros de la ley. Desde cualquier lugar, todo ser humano puede elevar los ojos al cielo e invocarlo como Padre.