Curador de la vida
Uno de los datos que, con mayor garantía histórica, podemos afirmar de Jesús es su cercanía y atención preferente a los enfermos. Jesús anuncia y hace presente la salvación de Dios curando a leprosos, ciegos, sordos, desvalidos, locos, hombres y mujeres incapaces de vivir de manera sana, despreciados y marginados como sospechosos de pecado e impureza.
Jesús no solo les ofrece salud física. Al mismo tiempo restaura su vida entera. Los libera del aislamiento y la marginación; los rescata de la desconfianza y la desesperación; los reconcilia con Dios; les incorpora a la convivencia; los anima a vivir con paz. Cuando los discípulos del Bautista le preguntan si es él el que ha de venir, Jesús responde con toda claridad: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (Mt 11,2). La señal más clara de que Dios está ya actuando entre los hombres con su fuerza salvadora son las curaciones. «Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Lc 11,20 = Mt 12,28).
Según Jesús, el Reino de Dios está llegando, pero no en la liturgia solemne del Templo, ni en la vida pura y austera de los monjes de Qumrán, ni en la observancia promovida por los escribas fariseos, sino en los gestos de misericordia que hace Jesús con los enfermos. Lo primero para Jesús no es la religión sino la vida. Lo primero en el Reino de Dios es cuidar y potenciar la vida allí donde está amenazada, disminuida o estropeada. Lo primero es asegurar una vida digna para quienes viven de manera indigna y poco humana.
La curación de los leprosos y endemoniados es, tal vez, el gesto más significativo. Jesús se acerca a estos hombres y mujeres despreciados y temidos, marginados física, social y religiosamente, y les devuelve la salud y la dignidad que les ha quitado la sociedad y la religión. Para Jesús, dedicarse al Reino de Dios es luchar por una vida más sana: «No necesitan de médico los sanos sino los enfermos». Por eso, el primer criterio para juzgar la verdad de una religión es ver si da vida o produce muerte, comprobar si potencia el disfrute sano de la vida o lo anula.
Defensor de la dignidad de los pobres
El Reino de Dios no es una buena noticia para todos, de manera indiscriminada. Pertenece a los pobres. Son ellos los verdaderos destinatarios: esos hombres y mujeres que se encuentran en una situación límite, los que no pueden defenderse a sí mismos, los maltratados por los poderosos, los excluidos por la sociedad. La llegada de Dios es una suerte para ellos: «Felices los pobres porque de vosotros es el Reino de Dios. Felices los que ahora tenéis hambre porque seréis saciados. Felices los que lloráis porque reiréis» (Lc 6,20-21).
El sufrimiento de los pobres es la prueba más clara de que Dios no reina y de que su justicia está todavía ausente. Pero la última palabra no la tiene Tiberio ni las familias sacerdotales de Jerusalén. Jesús está convencido de que si Dios comienza ya a intervenir es para cambiar las cosas. Los pobres no son mejores que los demás para merecer un trato privilegiado por parte de Dios. La razón última de su privilegio es que son pobres y oprimidos, y Dios no puede reinar en el mundo sino haciendo justicia a aquellos que nadie les hace, defendiendo a aquellos que nadie defiende. El pobre es un ser necesitado de justicia. Por eso, la llegada de Dios es una buena noticia para él.
En esto consiste la Buena Noticia de Dios que Jesús enseña y promueve de muchas maneras. Si Dios reina entre los hombres, los romanos no han de crucificar a los judíos, los poderosos no han de abusar de los débiles, los ricos no han de explotar a los pobres, los varones no han de dominar a las mujeres. Jesús imagina el destino último de la humanidad como un «banquete festivo» donde los hombres y mujeres podrán disfrutar de las bendiciones de Dios en comunión plena.
Jesús vive acogiendo a aquellos que nadie acoge, haciendo sitio en su vida a aquellos que no tienen sitio en el corazón de nadie. Pero hay que decir algo más. Son muchos los que, a lo largo de la historia, han amado a los pobres. Pero es difícil encontrar figuras como Jesús que no solo ama a los pobres sino que no ama nada por encima y más que a ellos, ni siquiera la religión o la moral, la ley o la tradición. Este amor de Jesús a los pobres descubre con luz nueva quién es Dios.
Predicador de la misericordia de Dios
Jesús no ha explicado nunca en qué consiste el Reino de Dios pero, en sus parábolas va sugiriendo cómo actúa Dios y cómo sería el mundo si todos actuáramos como él. Para Jesús, el Reino de Dios es la vida tal como la quiere construir Dios. ¿Cómo sería nuestra vida si Dios fuera reinando cada vez más en el mundo y en todos nosotros?
La espiritualidad de todos los grupos religiosos contemporáneos de Jesús arrancaba de una exigencia radical que estaba bien formulada en el Levítico: «Sed santos porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,2). A imitación de Dios, Israel se sentía llamado a ser un pueblo santo y puro separado de los pueblos paganos. Pero, también dentro del pueblo elegido, cada uno debía asegurar su propia santidad. Los sacerdotes y levitas debían vivir una pureza superior al resto del pueblo. Los varones poseen un rango de pureza superior al de las mujeres, sometidas constantemente a la impureza de la menstruación y los partos. Los sanos son más puros que los enfermos. Los observantes de la Ley más que las prostitutas y los recaudadores de impuestos. De esta manera, la imitación a un Dios santo y puro conducía a una sociedad discriminatoria y excluyente.
Jesús introdujo un verdadera revolución cuando proclamó la exigencia radical de Dios en estos términos: «Vosotros sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,36). Jesús no niega la «santidad» de Dios pero lo que cualifica esa santidad no es la separación de lo impuro, sino su amor y misericordia. La compasión es el modo de ser de Dios, su primera reacción ante el ser humano. Por eso, la compasión no es una virtud más, sino el modo de ser, de sentir y de actuar como Dios. Entrar en el Reino de Dios es vivir desde el amor compasivo de Dios.
Toda la actuación de Jesús está inspirada por la compasión y tiene como objetivo construir una sociedad fraterna y acogedora. Toca constantemente a los leprosos, acoge a pecadores y prostitutas, se deja tocar por la hemorroisa. Nada ni nadie le detiene a la hora de ofrecer el perdón de Dios a los pecadores. Su gesto simbólico más provocador es su mesa abierta a toda clase de gentes. Come con publicanos y pecadores, con puros e impuros. No juzga ni discrimina. Se acerca a todos no como moralista sino como amigo. La gente lo llama «amigo de pecadores». Según Jesús Dios reina allí donde los hombres y mujeres se respetan, se acogen y se perdonan. Un día Dios celebrará el banquete de su Reino rodeado de «pobres, lisiados, ciegos y cojos» (Lc 14,21).