La organización de la vida en la sociedad posmoderna nos está conduciendo cada vez más a encubrir los padecimientos y aflicciones de las personas, ocultando su sufrimiento. Rara vez experimentamos de cerca y de modo sensible el dolor y la angustia de los otros. No sentimos la impotencia y desesperanza de quienes van quedando excluidos de la «sociedad del bienestar».
Estamos reduciendo el sufrimiento humano a números y datos. Contemplamos el sufrimiento a través de una pantalla, cómodamente sentados en la sala de nuestro hogar. Las personas que sufren se van convirtiendo en una abstracción. Ya no hay emigrantes hambrientos, hay cuotas. No hay trabajadores en paro y sin futuro, hay indicadores económicos. No hay pobres excluidos para siempre de todo bienestar, hay umbrales de pobreza.
Sin darnos cuenta, nos hemos instalado en la indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Hemos aprendido a vivir sin dejarnos «contaminar» por el dolor ajeno. Sabemos alejarnos y huir de todo problema doloroso que nos pueda molestar. No es esto solo. Los más privilegiados y poderosos contratan guardias de seguridad para vigilar sus residencias. Se pide una represión más dura y fronteras más eficaces para impedir que lleguen hasta nosotros seres humanos que arriesgan su vida y la pierden solo porque buscan venir hasta nosotros para poder comer.
Esta indiferencia ante los que sufren nos está deshumanizando, pues nos conduce a olvidar la dignidad que se encierra en toda persona: miramos el sufrimiento ajeno con indiferencia y tendemos a ignorar cada vez más esa reacción que se despierta en todo ser humano cuando se encuentra con alguien que sufre y se llama «compasión». Es el momento de reaccionar. Hemos de aprender a mirar el rostro concreto de las personas. Recuperar la experiencia de la acogida, la cercanía, el acompañamiento, la compasión. Sentirnos responsables del otro. Sebastián Mora ha sabido explicarlo con fuerza: «Se trata de responder gratuitamente a la llamada del rostro del otro, cuya voz y mirada se dirigen a mí, buscan respuesta y me hacen responsable».
La teóloga Dorothee Sölle criticaba con audacia «el embrutecimiento y la falta de sensibilidad» ante el sufrimiento que se observa en la sociedad moderna, y decía así: «El único medio de traspasar estas fronteras consiste en compartir el dolor con los que sufren, no dejarlos solos y hacer más fuerte su grito». Pero no es fácil despertar entre nosotros la compasión por las víctimas de nuestra sociedad sin alimentarnos en una espiritualidad que nos aliente.
De ahí la importancia que puede tener en nuestros días la espiritualidad de Jesús, cuya herencia más importante a la humanidad es su llamada a hacer de la compasión el principio de actuación para construir un mundo más justo, solidario y fraterno: el sufrimiento de las victimas ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado como algo normal, pues es inaceptable para Dios. Por eso el teólogo Jon Sobrino propuso hablar del «principio misericordia», es decir, un principio del que ha de arrancar nuestra actuación privada y pública, orientando nuestra actuación hacia los que sufren y trabajando para erradicar el sufrimiento y sus causas, o al menos para aliviarlo.
José Antonio Pagola
Jesús, Maestro interior. 4. Reavivar la compasión 17-19