La parábola del buen samaritano
Esta parábola es la que mejor sugiere la revolución introducida por Jesús desde su experiencia de la compasión de Dios. Según el relato (Lucas 10,30-36), un hombre asaltado yace abandonado en la cuneta de un camino solitario. Afortunadamente, aparecen por el camino dos viajeros: primero un sacerdote, luego un levita. Son representantes del Dios santo del templo. Seguramente, tendrán compasión de él. No es así. Los dos dan un rodeo y pasan de largo.
Aparece en el horizonte un tercer viajero. No es sacerdote ni levita. Ni siquiera pertenece al pueblo elegido. Sin embargo al llegar, ve al herido, se conmueve y se acerca. Luego, movido por su compasión hace por aquel hombre todo lo que puede: cura sus heridas, lo venda, lo monta sobre su propia cabalgadura, lo lleva a una posada, cuida de él y paga todo lo que haga falta. La actuación de este samaritano nos descubre la dinámica de la verdadera compasión.
La mirada compasiva
El samaritano sabe mirar al herido con compasión. Es lo primero. La compasión no brota de la atención a la ley o de la reflexión sobre los derechos humanos. Se despierta en nosotros desde la mirada atenta y responsable al que sufre.
Los evangelios han conservado el recuerdo de la mirada compasiva de Jesús. Al entrar en Nain, se encuentra con una viuda que lleva a enterrar a su hijo único; según Lucas, «el Señor, la vio, se conmovió y le dijo: No llores» (Lucas 7,13). Así es Jesús. No puede ver a nadie llorando sin intervenir. Pero los evangelios recuerdan, sobre todo la mirada compasiva de Jesús a las gentes: «Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos» (Mateo 14,14. Ver también Mateo 9,36).
El discípulo de Jesús no cierra los ojos ante el sufrimiento de las personas. Aprende a mirar el rostro de los que sufren como Jesús: con ojos compasivos. Esta mirada nos libera del egoísmo que bloquea nuestra compasión y de la indiferencia que nos permite vivir con la conciencia tranquila. Como se ha dicho con razón, la mística cristiana no es una «mística de ojos cerrados», volcada exclusivamente en la atención a lo interior. Es una «mística de ojos abiertos» (J. B. Metz) al sufrimiento que nos rodea.
¿Quién está necesitado de mí?
El escriba había preguntado a Jesús: «¿Quién es mi prójimo?». Al final de la parábola, Jesús pregunta al escriba: «¿Quién de los tres viajeros se ha hecho prójimo del herido?».
La pregunta que hemos de hacernos no es: ¿quién es mi prójimo?, ¿hasta dónde llegan mis obligaciones? Quien mira a las personas con compasión se pregunta: ¿quién está necesitado de que yo me acerque y me haga su prójimo?
Cuando el discípulo de Jesús vive desde la compasión de Dios se acerca a todo ser humano que sufre, cualquiera que sea su raza, su pueblo o ideología. No se pregunta a quién debo amar sino quién me necesita cerca. Esta pregunta orienta su actuación ante el sufrimiento que va encontrando en su camino.