Defensor de los últimos
Jesús tenía 18 años cuando Tiberio fue nombrado emperador de Roma. La gente de Galilea sabía muy bien lo que era un «imperio» construido por Roma. Llevaban muchos años (Pompeyo 63 a. C.) sufriendo la crueldad de los romanos y la explotación de los Herodes y las clases dirigentes. César Augusto o Tiberio; Herodes el Grande o su hijo Antipas: el resultado siempre era el mismo: lujosos edificios en Jerusalén, Séforis o Tiberiades, y miseria en las aldeas; riqueza y ostentación entre los grandes terratenientes; deudas, pérdida de tierras y hambre entre los campesinos. En tiempos de Jesús creció el número de mendigos, vagabundos, esclavos fugitivos, bandoleros… Lo de siempre. Una vez dijo Jesús: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que los magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros» (Mt 20,25-26).
¿Qué podía hacer Jesús? No tenía poder político; no tenía ejercito ni armas; no tenía poder religioso ni autoridad alguna. No era sacerdote ni escriba. No era nadie. Era un obrero humilde de Nazaret. Un obrero, nacido en una familia que había perdido sus tierras. Un hombre que sufría al ver sufrir a la gente. Marchó al desierto, vivió una experiencia de Dios, que hoy no podemos «reconstruir» y volvió a Galilea hablando de manera extraña: Hay que «salirse» del Imperio de Tiberio que solo quiere tributos, riqueza y poder. Hay que entrar en el «imperio de Dios», que quiere una vida digna para todos. Hay que empezar por hacer justicia a los más excluidos y humillados.
Se acercó a las capas más bajas de la sociedad y se identificó con ellos. No eran los pobres (el 93% de Galilea). Eran los que no tenían nada, ni lo necesario para vivir. La mayoría vagabundos, sin techo. No saben lo que es comer carne ni pan de trigo. Se cubren con harapos. Casi siempre van descalzos. Entre ellos hay jornaleros sin trabajo fijo, labradores huidos de los acreedores. Muchas son mujeres: viudas que no han podido casarse de nuevo, esposas estériles repudiadas por sus maridos, prostitutas de pueblo que buscaban clientes para poder alimentar a sus hijos. Todos tienen dos rasgos comunes: viven en un estado de miseria del que no podrán escapar. No tienen a nadie que los defienda. Son el «material sobrante» (Lenski). Vidas sin futuro. Entre ellos comenzó a vivir Jesús. Dejó casa y trabajo, dejó a su familia y se identificó con los últimos. En adelante ellos serán su nueva familia.
No les podía dar dinero ni ayuda material. Los acogía, los defendía, los curaba, abrazaba a sus hijos, pero sobre todo, les devolvía la dignidad. «Dichosos vosotros, los que no tenéis nada, porque vuestro rey no es Tiberio sino Dios. Dichosos los que ahora pasáis hambre porque seréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis porque reiréis» (Lc 6, 20-21). No es una burla. No es cinismo.
Jesús está introduciendo en la historia de la humanidad algo definitivo: Los que no interesan a nadie, le interesan a Dios; los que sobran dentro de una sociedad injusta tienen un lugar privilegiado en su corazón. Solo con esto no se resuelve el hambre, ni desaparece la miseria de esta gente, pero todo el mundo ha de saber que son los hijos e hijas predilectos de Dios. Nunca, en ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios si no es liberando a los últimos de la miseria. Ninguna religión será bendecida por Dios si no vive introduciendo justicia para ellos, si no se dedica a trabajar por una vida más digna, más sana y dichosa para ellos.
José Antonio Pagola