No es fácil en este mundo nuestro tan lleno de problemas, abrirnos de verdad a la alegría de la resurrección.
Me gusta el siguiente párrafo de Louis Evely que os comparto:
«Nuestra tristeza es la medida de nuestro apego a nosotros mismos,
a nuestra experiencia, a nuestras desconfianzas, a nuestras quejas.
Y nuestra alegría es la medida de nuestro apego a Dios…
a la confianza, a la esperanza, a la fe.
Nuestra negativa a la dicha es nuestra negativa a Dios.
Todas esas zonas de nuestra alma, en donde nos hemos resignado
a no conocer más que angustias y amarguras,
son zonas en las que hemos prohibido la entrada a Dios.
Dios ocupa en nuestras vidas, el mismo lugar que la alegría».
Ser cristiano es creer en la Resurrección. Es decir, tener esa certeza, esa esperanza de que todo es posible, de que cada fracaso se transforma en oportunidad de crecer, cada tristeza en alegría, cada muerte en resurrección…
Tenemos que dejarnos invadir y transformar por el Resucitado. Saber morir a nuestros miedos, a nuestros rencores, a nuestras desconfianzas, a nuestras tibiezas, para empezar a resucitar con él. En él lo tenemos todo.
Creo que es así como debemos festejar la Pascua. La resurrección de Jesús no es algo a rememorar, sucede cada día en cada uno de nosotros. Vamos experimentando, poco a poco, como un ensayo de “muertes y resurrecciones” en nuestro interior.
Esto es lo que cada cristiano debe vivir cada día. Solo así podremos ser testigos suyos delante de este mundo nuestro.
Nos sobran motivos para la alegría. Jesús está vivo entre nosotros y nos acompaña. Podemos decir con san Pablo (Rom 8,38-39):
«Persuadido estoy de que ni la muerte, ni la vida,
ni los ángeles, ni los principados,
ni lo presente, ni lo futuro…
ni ningún otra criatura,
podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor».
Que mantengamos viva en nuestros corazones la alegría de la Pascua.
Un abrazo a todos y feliz Pascua de resurrección.
Mercedes Castellano
Grupo Virtual de Jesús Galilea
RESUCITADOS EN EL AMOR
MISERICORDIOSO DE DIOS
Creemos en la Resurrección, estamos hechos para la vida. Necesidad vital, buscando la Luz sin ocaso, la Verdad de la Vida plena, llena de gozo y amor. Aunque lleguemos a conclusiones distintas y por caminos diversos, sin grandes elucubraciones, incluso no teniendo clara la respuesta, es bueno y alentador buscar la Verdad aunque tantas veces nos supere.
El Amor del Padre nos atrae hacia sí, pues nos ha creado para la Vida.
En los relatos evangélicos, se nos dice cómo fue la misteriosa Resurrección de Jesús, ese “volver a la vida”. Y si los que narran la experiencia vivida no eran unos “locos farsantes” que montaron una historia irreal y llena de patética fantasía, es fácil creer en el “milagro” de la Resurrección, como se cree en tantas curaciones que la ciencia no ha sido capaz de dar razón, incluso en la Providencia que de tantas formas maravillosas se manifiesta, y que el más docto intelecto humano, es incapaz de imaginar.
¿Cómo podemos comprender el hecho de una persona que está desahuciada, un ser humano que le espera la muerte sin remedio posible, sin embargo, movido por la fe, sin poder explicar qué ha pasado, recobra la salud, no vuelve a experimentar síntoma alguno de sufrimiento?
Dios, Creador y dueño de la vida, no es una frase que “suene bien”, ¡qué consuelo!, hay esperanza. Es una Verdad, anunciada en primera persona por Cristo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Seguir ese Camino, lleva a la Verdad, es creíble y fiable la Vida Resucitada. No “reanimada” como ocurre con un enfermo en fase terminal, al cual, se aplican técnicas para tratar de conseguir una posible salida de la crítica situación en que se encuentra.
El “milagro” oculto en el misterio de lo incomprensible, nos deja sobrecogidos ante realidades que nos superan y no podemos comprender. ¿Qué pudo pasar en la Resurrección de Jesús, qué fuerza inexplicable a nuestro entender, pudo dar lugar a que la vida que conocemos, entrara de nuevo en su humanidad inerte.
Hay certezas más reales que la propia evidencia, Jesús ha sido la más grande de todas, su vida no pudo ser aniquilada por el mal y el sufrimiento, pues en Él, Verbo encarnado, estaba la Vida, era la Vida de Dios, desde antes de toda la Creación, Vida plena de Amor y Misericordia.
Ser o no ser, creer o no creer, no deben apoyarse en criterios o concepciones humanas, porque la humanidad, el cuerpo y mente que nos “envuelve y cubre” como un ropaje al uso, es limitada y caduca, incapaz de ahondar en el misterio de cuanto nos es velado. La Vida es mucho más verdadera, profunda y grande, que la apariencia externa.
Creo que dentro de mi ser, hay una presencia, “huella de Dios” y “aliento” de Vida. Aunque soy parte de esa “placenta viviente”, que hoy está animada y mañana la muerte se encargará de aniquilar y hacer desaparecer, mi esencia verdadera, imagen y semejanza de Dios, fue creada y está destinada a la Vida plena y dichosa en Dios.
Mi cuerpo acoge y cobija la Vida, cumple la función para la cual fue creado,más no me pertenece, es algo transitorio y precario. Desde el instante mismo en que un espermatozoide, “ese y no otro”, ¡qué milagro!, sale al encuentro de la Vida, penetra en el ovocito, Dios creador mío, me infunde su Amor de Vida.
El “milagro” de la Resurrección sólo puede comprenderse a través del Amor de Dios. No es algo mágico, efecto de ciencia ficción, ni fruto de la imaginación humana, es Dios mismo, quien en su Misericordia, muestra su “rostro” de Amor. Un rostro con cuerpo y nombre como nosotros: Jesucristo, Amor verdadero de Dios-Padre.
Estoy convencida de que el amor no muere nunca, de que quien ama, al dejar su cuerpo al final de esta vida, sale al encuentro del Amor, “Resucita” a la Vida.
Dios conoce nuestros miedos existenciales, son parte de la frágil condición humana, sentir que somos vulnerables, que no alcanzamos a ver más allá, se escapa a nuestra razón, tantas veces en busca de respuestas.
De ahí que, la Resurrección, no fue un hecho ideado o soñado de nuestra percepción, aunque en principio, la incredulidad llegara a pronunciarse, llamar “locura” al relato que hicieran las mujeres, primeras “miróforas” de Jesús Resucitado.
No, no pensemos que era fruto del desvarío de la razón, algo inconcebible para la mente humana. La muerte no deja ni un sólo resquicio de transformación y cambio de la realidad, no hay marcha atrás, por mucho que la esperanza nos aliente a pensar en un “milagro” o fenómeno sobrenatural. Ante la nada de lo que ya no es, únicamente cabe creer la respuesta de Dios aquí y más allá de esta vida.
En Jesús, el Amor de Dios, no se hizo esperar, el grito de soledad y abandono, que Jesús lanza en la Cruz, en el “dintel de la puerta” hacia la otra Vida, hizo que Dios se hiciera presente, mostrando su “rostro” verdadero en toda la humanidad y naturaleza de Cristo. No ofrecen duda alguna, las frases entresacadas de los relatos evangélicos, aunque nos puedan parecer “exageradas” en su expresión, remarcadas en su contexto y lenguaje, pretenden hacernos comprender, llegar a convencernos de su veracidad. Sin duda los hechos hablan por sí solos. Aquéllos hombres y mujeres, escucharon y vieron, fueron conscientes y tocaron, la cercana y certera presencia de Jesús Resucirado.
Hay una frase pronunciada por Tomás, al comprobar la clara evidencia de Jesús Resucitado. Al sentirse interpelado por Jesús y ver las señales inequívocas de su crucifixión, escucha de él las palabras que no ofrecen duda: “Tomás, trae tu mano y toca la herida de mi costado, mira la huella que dejaron los agüjeros de los clavos en mis manos, y no seas incrédulo sino fiel”. Tomás exclama: ¡Señor mío y Dios mío!
Fidelidad que deja a Tomás fuera de todo argumento, de toda duda y temor, le hace exclamar estremecido y emocionado por el asombro, al descubrir cómo el Amor de Dios se manifiesta, ante nuestra cerrazón e incredulidad, buscando tantas veces pruebas palpables de la razón, incapaces de descubrir la velada presencia del misterio que nos alcanza.
“SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO”
Es la demostración profunda del Amor de Dios, cuando se hace presente en nuestra vida, cuando de manera incomprensible y sorprendente, alguien se acerca a nuestra vida, nos muestra su verdadero amor y misericordia.
Jesús se quita el “sudario” de su rostro velado por la muerte, y muestra a Tomás su divinidad.
¡SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!
Ante el misterio revelado, el “milagro” de la fe, la gloria de Cristo Vivo, se nos presenta como promesa de esperanza, donde seremos acogidos a la Vida Nueva, en la morada de Dios-Padre. Será al atravesar la “puerta” que nada ni nadie podrá cerrar, al encuentro del AMOR.
Cristo nos ha enseñado el digno camino que conduce a la Vida, lleno de gestos y obras de amor y misericordia. No puede ser un trayecto plenanente dichoso, el sufrimiento nos acompañará, porque, esta vestimenta que sólo tiene la apariencia de vida, con el fardo pesado de tantos pecados y limitaciones, únicamente será transformada y purificada, a través del amor.
Teresa de Calcuta, nos ha dado un consejo aleccionador: Es preciso AMAR hasta que “duela”. Y sabemos por experiencia que quien ama con todo el corazón, tarde o temprano ha de asumir la Cruz, esa es la Verdad de todo amor entregado: Compartir mi vida, mis talentos y bienes, para que el otr@ viva de manera más humana y digna.
Es la “Resurrección del Amor” que tantos seres humanos esperan. Y en esa medida de todo amor que se precie de serlo, ahí estamos construyendo el Reino de Dios, sembrado de su Misericordia.
Caer en el absurdo de la nada, en esa concepción “desesperada”, sin otra meta y horizonte que la fecha de caducidad inscrita en el “libro de la Vida”, nos lleva a vivir errantes en esta tierra hostil, este “valle de lágrimas” creado por la sinrazón y el sin sentido.
La civilización del AMOR y la MISERICORDIA, serán realidad de fe, en la medida que hombres y mujeres, construyan desde la coherencia y testimonio del mandamiento de Jesús, unas relaciones humanas fraternas y solidarias. Lo mío debe pasar a ser nuestro, mi grande amor, a ser compartido, entregado a los que nadie ama, mi felicidad ha de ser ofrecida, a quien tiene carencia de afecto, vive la total soledad y abandono.
El “combate” contra las fuerzas del mal, es árduo difícil, nos acompañará, sin duda, el largo sufrimiento, más Jesús ya nos advirtió: ¿Podéis beber el Cáliz que yo he de beber?
Tú y yo, sabemos que el camino hacia la gloriosa Resurrección, está jalonado de cruces, y en cada una hemos de ir gravando a fuego, dejando la huella del Espíritu de Jesús, hasta que llena de luz aparezca una sóla palabra: ¡AMOR!
Ese y no otro, será el tiempo de la Resurrección.
LA Luz de Cristo Resucitado, va señalando la ruta de un Camino bueno, que nos conduce a la verdadera Vida y Resurrección.
Si queremos aproximarnos al misterio de Dios, aprendamos de Jesús a acercarnos con amor, al Santuario del hombre y la mujer. En él, Jesús misericordioso nos sigue diciendo:
“Yo soy Camino, Verdad y Vida” Nadie va al Padre sino es por mí y aquél a quien el Padre se lo quiera revelar. Pues, vamos a pedir junt@s:
Señor:
Ayúdanos a defender la vida,
a desterrar toda violencia que atente contra el ser humano.
Ayúdanos a ser portadores de esperanza, acompañando el sufrimiento, aliviando el dolor, curando las heridas.
A ser testigos fieles y creíbles,
de tu Amor y Misericordia,
para que podamos alcanzar,
la promesa del Paraíso.
Muéstranos tu Misericordia
a través de los gestos y obras,
de cuantos comparten tu Amor.
Ayúdanos a salir de nosotros,
de nuestras seguridades,nuestros intereses y privilegios, al encuentro de tantas carencias,ayudando a vivir con dignidad.
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Los Grupos de Jesús, deben y pueden hacer posible, que la VIDA y el AMOR, sean una verdadera Resurrección en torno a Jesús, acompañando nuestro caminar, escuchando sus certeras palabras que nos dicen:
“EL QUE CREA EN MÍ, AUNQUE HUBIERA MUERTO, VIVIRÁ, YO LE RESUCITARÉ EL ÚLTIMO DÍA”
Miren Josune