Frente a la idolatría del bienestar, austeridad
Nuestra sociedad está dominada por el anhelo de bienestar y la idolatría del dinero. En los sectores de los integrados y seguros se respira un clima en el que apenas cuentan otros valores si no es el dinero, el consumo, el bienestar, el fin de semana, el último modelo de coche, la moda… En esos ambientes se habla de la crisis, pero no se escucha el grito de los que sufren. Se protesta por la situación política, pero se vive cada vez mejor.
Existe una actitud profundamente cristiana, la primera vivida por el mismo Jesús al encarnarse entre los pobres. Es el atrevimiento de la pobreza voluntaria, elegida solo por servicio al reino de Dios. Vivir la austeridad evangélica encierra una gran energía liberadora. Nos hace más libres frente a la sociedad del bienestar cuando esta esclaviza y produce marginación. Nos libera de vivir pendientes de la posesión de cosas o del prestigio social de la moda. Nos deja con las manos más libres para actuar al servicio de los pobres.
Por otra parte, nos pone un poco más cerca de los necesitados. Nos da más capacidad para estar de su lado, para sintonizar con sus problemas, para transformar nuestro corazón, para descubrir dónde están los verdaderos valores de la vida. La comunidad cristiana ha de ser una escuela de austeridad.
Frente al desarrollo inhumano, defensa de la persona
El desarrollo económico solo tiene sentido humano si está al servicio de las personas. Pero, cuando se pone al servicio de un sector privilegiado y se convierte en dogma incontestable y criterio de medidas económicas que marginan y hunden en la pobreza a otros sectores desfavorecidos, se convierte en factor de opresión y deshumanización.
Nada puede justificar que se ignore a los más desafortunados de la sociedad mientras el resto vivimos cada vez mejor. Hay una sentencia en la tradición bíblica que hemos de recordar en esta sociedad, cada uno desde su propia responsabilidad: “Privar de alimento al pobre es como asesinarlo” (Eclesiástico 34,22). Hay ya entre nosotros sectores que no tienen lo suficiente para subsistir, pues han sido marginados por medidas económicas que los han dejado sin trabajo, por medidas legales que impiden la integración de extranjeros, etc.
El compromiso cristiano significa siempre defensa de las personas: ayudar a los parados, luchar contra la discriminación, reaccionar contra el rechazo a los extranjeros, defender a los maltratados por la sociedad, estar junto a los presos, sostener a la familia que se hunde. En una palabra, buscar siempre el bien de la persona, defender sus derechos y su dignidad. Este es el clima que se ha de respirar en una comunidad de seguidores de Jesús.
Frente a una cultura individualista, solidaridad
Uno de los rasgos de la sociedad actual es el individualismo y la insolidaridad. Cada cual se preocupa de su bienestar y de su futuro. La consigna es el “sálvese quien pueda”. No importa que todo siga igual con tal de que a mí y a mi familia nos vaya bien. Aparece así el corporativismo insolidario: se reivindican los derechos del propio grupo o sector. La gente se moviliza cuando están en juego los propios intereses; las huelgas y manifestaciones de otros colectivos no hacen sino molestar. Es urgente promover una nueva conciencia inspirada por la solidaridad, que, según Juan Pablo II, es “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo rei socialis 38).
Esta conciencia de solidaridad exige despertar la responsabilidad colectiva de la situación de las víctimas, suscitar la sensibilidad hacia su situación de necesidad, promover la integración de los marginados, desarrollar el compartir, criticar la competitividad como valor absoluto. Desde las comunidades cristianas hemos de trabajar en crear otra cultura, contribuir a impulsar una convivencia social más justa y fraterna.
Frente a la insensibilidad social, afecto y amor cercano
En la sociedad moderna crece la insensibilidad y la apatía. Estamos muy lejos de aquella “civilización del amor” que deseaba Pablo VI. El desarrollo de la técnica, la búsqueda de eficacia y rendimiento, la organización burocrática de los servicios, traen consigo el riesgo de reprimir la ternura, el cariño, la acogida cálida a cada persona. Cada vez hay menos lugar para el corazón.
Muchas personas viven hoy la pobreza de afecto, cariño, amor cercano. Son personas a las que nadie escucha, nadie espera en ninguna parte, nadie acaricia y besa. Personas que no cuentan para nadie. Las instituciones y los servicios sociales pueden cubrir un tipo de necesidades materiales, pero no pueden ofrecer amistad, escucha, comprensión, cariño, ternura. En las comunidades cristianas hemos de sentirnos hoy llamados a “poner corazón” en los engranajes de la vida moderna, liberar de la soledad, acompañar en la depresión, aliviar la vejez, sostener la vida del desvalido.
Frente al fatalismo, responsabilidad y compromiso
En pocos años se ha pasado del optimismo a la desilusión. La sociedad atraviesa hoy una fuerte crisis de esperanza. Crece el escepticismo y el pesimismo. Se piden sacrificios a la gente, pero no se ven los resultados. Ya no se cree en las promesas de los políticos. No se espera mucho de los expertos. No se cree en las palabras y los proyectos.
Es el momento de actuar de forma responsable y comprometida, sin perder la esperanza. Dos convicciones nos han de animar: el hombre no ha perdido capacidad de ser más humano y de organizar la sociedad de forma más humana. Lo que se necesita es reaccionar y comprometernos en una nueva dirección, liberándonos de esquemas y mecanismos deshumanizadores. Por otra parte, el Espíritu de Dios sigue actuando. Incluso los pobres, que hoy sufren las consecuencias de una sociedad poco humana, son “portadores de esperanza”, pues su situación está clamando algo realmente nuevo. De los satisfechos e instalados no se puede esperar gran cosa, pero sí de los pobres y de quienes están con ellos. Lo importante es permanecer junto a las víctimas, apoyar su causa, valorar sus vidas como algo precioso, y comprometernos en su defensa.
José Antonio Pagola, NUEVA ETAPA EVANGELIZADORA, 4. Caminos de evangelización, capítulo 7