A la hora de renovar el encuentro con Cristo resucitado en nuestras parroquias y comunidades cristianas, el lugar privilegiado de esta experiencia es, sin duda la celebración de la eucaristía dominical. Ofrezco aquí algunas sugerencias sencillas para ahondar más en el contenido concreto de la liturgia eucarística y en el modo de vivirla cada domingo como fuente de justicia y de amor en las comunidades cristianas.
La liturgia penitencial nos pone en contacto con nuestra vida real de injusticia, desamor e insolidaridad y nos recuerda las contradicciones que se dan entre nuestra celebración cristiana y nuestro comportamiento real. Desde el comienzo hemos de entender la eucaristía como lugar de perdón, pero también como experiencia que nos ayuda a convertirnos de nuestras injusticias y a concretar nuestro compromiso cristiano.
Escuchar la Buena Noticia de Jesús es preguntarnos concretamente qué luz arroja sobre nuestra vida individual y colectiva, a qué compromiso concreto nos urge, qué esperanza puede despertar hoy en los pobres y desheredados de la tierra. La escucha de su Evangelio nos ayuda a discernir desde qué actitud y desde qué compromiso de amor y justicia vamos a compartir la cena del Señor y a comulgar con el Resucitado.
La oración de los fieles nos permite evocar las injusticias, abusos, conflictos, marginaciones y miserias que deshumanizan a las personas y a los pueblos. Lleva a la comunidad cristiana a adoptar una postura abierta y solidaria con “los crucificados” de la tierra, impidiendo que se transforme en “secta” que celebra su propia eucaristía, exclusivamente preocupada de sí misma y de sus intereses.
En la liturgia eucarística ofrecemos este pan y este vino con la fe y la esperanza de que se conviertan en “pan de vida” y “bebida de salvación”. Esta esperanza se ha hecho realidad en Jesucristo, pero ha de hacerse realidad también en nuestras vidas. La colecta puede ser ocasión para compartir algo de lo nuestro con los necesitados, pero debe ser, ante todo, un gesto que nos estimule a replantearnos nuestro nivel de vida y una mayor comunicación de nuestros bienes.
En la plegaria eucarística hacemos memoria de Jesús y de su gesto de entrega radical. El núcleo de la eucaristía lo constituye esta donación de Jesús, cuyo compromiso con los últimos, los pecadores y los humillados fue tan concreto e incondicional que vio comprometida su propia vida.
La comunión queda vacía de contenido si no es exigencia concreta de amor y de justicia. Toda la comunidad invoca a Dios como Padre desde una actitud de fraternidad y reconciliación, pidiendo a Dios la venida del reino y la realización de su voluntad entre los hombres.
El gesto de la paz viene a hacer más visible esa actitud fraterna exigida por la comunión. Nos intercambiamos la paz del Señor. Paz que solo es posible en la justicia, la solidaridad y el amor.
El silencio y la oración después de la comunión han de servir para que el misterio de la celebración cale hondamente en nosotros y nos impulse a seguir más fielmente a Jesucristo.
Estas reuniones dominicales no deberían ser un conjunto de cristianos que acuden a cumplir cada uno su deber religioso, sino una verdadera asamblea creyente en la que, semanalmente, la comunidad se renueva y crece. Las parroquias celebran cada domingo la eucaristía porque necesitan alimentar su fe, crecer en fraternidad y anunciar su esperanza en Cristo resucitado.
De ahí la importancia de que la eucaristía dominical sea realmente una experiencia central en la vida de la parroquia o comunidad: estímulo para el seguimiento fiel a Jesucristo, fuente de amor fraterno y solidario, renovación del compromiso por la justicia del reino de Dios y aliento de esperanza en el Resucitado.
José Antonio Pagola
Nueva etapa evangelizadora
3. Cristo resucitado es nuestra esperanza