LA IGLESIA, COMUNIDAD DE ESPERANZA
La Iglesia tiene hoy “la responsabilidad de la esperanza”, pues antes que nada ha recibido la misión de ser “testigo del futuro de Cristo”. La Iglesia está en medio de la historia para que la Humanidad no camine sin esperanza. Y si la Iglesia, minada ella misma por el desaliento, la cobardía o mediocridad, no tiene fuerza para generar esperanza en el mundo, en esa misma medida está defraudando su misión.
La vitalidad de esta misión depende de la esperanza que se viva en el interior de las comunidades cristianas. La esperanza que profesamos los seguidores de Jesús no es una virtud “individual” que cada uno por su cuenta trata de alimentar despertando su confianza en Dios. Nadie puede esperar solo para sí mismo el reino de Dios. Atrevernos a esperar la “nueva creación” quiere decir siempre esperarla también para los demás y, juntamente con ellos, para nosotros mismos. Vivir la esperanza cristiana no es buscar de manera mezquina y egoísta la propia salvación, sino compartir la esperanza de la Iglesia de Cristo.
Tal vez se impone, antes que nada, una revisión sincera de la esperanza que anima a nuestras parroquias y comunidades.
¿Somos nosotros hoy lo que decimos ser cuando proclamamos nuestra esperanza?
Si nuestras comunidades se dejan contagiar por el pesimismo, la angustia o el cansancio, ¿quién escuchará su testimonio de esperanza?
Si las gentes nos ven ocupados casi siempre de nuestros propios problemas y de nuestro futuro, preocupados solo por nuestra seguridad, turbados hasta la ansiedad por nuestra propia subsistencia:
¿Quién alienta la vida de esta Iglesia?
¿Qué es lo que moviliza su actividad? ¿El instinto de conservación? ¿La defensa de los propios intereses?
¿Dónde está el Espíritu del Resucitado que ha de impulsarla hacia un futuro más humano y humanizador?
Todos somos, dentro de la Iglesia, responsables de la esperanza. De nada sirve estar en ella como “espectadores” indiferentes o resignados de un “vaciamiento” del Espíritu. Más dañosa es todavía la actitud de quienes, justificándose a sí mismos de manera ligera, solo condenan el pecado de “los otros”, desoyendo la llamada que Cristo resucitado nos hace a todos a la conversión y a la esperanza.
Los cristianos hemos de cultivar con más cuidado una “pedagogía de la esperanza” en la educación de la fe; redescubrir la eucaristía como “misterio pascual” pues en ella el Resucitado se hace presente en su comunidad con fuerza vivificadora; aprender a escuchar el Evangelio, no como el testamento de un Maestro ya muerto, sino como “palabras de vida eterna” (Juan 6,68) de Cristo resucitado que vive en medio de la comunidad y es el “líder que nos lleva a la Vida” (Hechos de los apóstoles 3,15).