Hemos dicho tantas veces que la vida es un continuo Adviento
que ya casi no lo creemos.
María sí lo creyó. María sí lo esperó,
lo esperó con toda su alma en tensión fuerte como una ballesta,
suave como la tierra seca que en silencio espera lluvia.
Esperanza constante, incansable y total.
¿Por qué así?
¿Cómo pudo ser ser que una criatura hambreara tanto a Dios,
tanto que Este llegara a venir «tanto» y tan totalmente?
¿Adivinó el secreto tan sencillo y de sentido común
del que habla Jesús al decir que si un hijo pide pan a su padre
este «no tiene más remedio» que dárselo?
María, Guadiana;
María, que aparece y desaparece discretamente en la vida de su Hijo;
que aparece y desaparece y vuelve a aparecer
en la vida de su Hijo continuado que es la Iglesia.
María vuelta a nuestra casa,
no como una diosa, sino como hija de Dios,
no como una madre, sino como una hermana,
no como maestra, sino como una fiel discípula,
la mejor discípula del mejor Maestro.
María peregrina,
que pisaba la tierra paso a paso,
que no fue llevada en volandas por los ángeles,
que aun teniendo al Hijo de Dios dentro
no estuvo ensimismada,
sino extasiada,
entregada al servicio del prójimo,
en viaje a casa de su prima Isabel,
en viaje a todas nuestras casas, a servir,
a echar una mano en esas cosas corrientes de todos los días,
en esos pucheros donde los santos descubren a Dios.
María nos recuerda que el mundo está preñado de Dios,
que es cuestión de saber verlo,
y para saber verlo es cuestión de saber desearlo.
¿Tendremos, al menos en Adviento, hambre de Dios?
¡Dichosos los hambrientos, porque ellos serán saciados!
A. Iniesta, J. L. Cortés, ¡A la buena de Dios!
(Citado por Cáritas, Allí donde nos necesitas abrimos camino a la esperanza, Adviento y Navidad 2024-2025. Ciclo C)