El Espíritu actúa en la Iglesia impulsándola a la misión de anunciar la Buena Noticia de Jesucristo y de servir al reino de Dios incluso en condiciones adversas. Él está en la Iglesia empujándola fuera de sí misma hacia la misión. La impulsa a estar al servicio del reino de Dios y no de otros intereses de la Iglesia ni de los que la forman.
En una situación compleja es fácil la falta de audacia tanto para acoger las nuevas exigencias del Evangelio como para anunciarlo en un mundo que ofrece fuerte resistencia. Esta audacia para la misión evangelizadora solo podrá desencadenarse desde la confianza en el Espíritu de Dios que está hoy actuando en el mundo, no solo dentro de la Iglesia, sino también fuera de sus límites.
Es, sin duda, fruto del Espíritu la llamada del papa Francisco a “impulsar una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría del Evangelio” (EG 1).
Esta confianza en la acción del Espíritu ha de moldear nuestro estilo de entender y vivir hoy con más audacia la misión: sin mirar con nostalgia al pasado ni afincarnos inamovibles en el presente; caminando con fe hacia un futuro de la Iglesia que nos está oculto, que no puede ser previsto ni planificado de forma precisa, pero que está siendo gestado por el Espíritu de Dios.
Tampoco hemos de olvidar que la misión no se lleva a cabo sin cruz. El Evangelio siempre encuentra resistencia en el mundo y en la misma Iglesia. Por eso, comprometerse en la tarea evangelizadora nos puede conducir a sufrir rechazos, resistencias, fracasos, decepciones dentro y fuera de la Iglesia. El Espíritu de Jesús nos recordará que la evangelización se lleva adelante casi siempre a través de la debilidad y la pobreza de medios, no mediante la fuerza o las estrategias de poder.
Karl Rahner nos ha advertido del peligro que puede haber hoy de confundir la “pequeña grey” con el “ghetto”. Esta mentalidad de “ghetto” crece entre nosotros cuando nos encerramos en un tradicionalismo cómodo o en una ortodoxia puramente verbal y estéril; cuando miramos con temor todo cuanto proviene de la cultura moderna; cuando solo nos interesa el futuro de la Iglesia y no el de la sociedad; cuando nos preocupa más la disciplina que pone orden que el Evangelio que despierta esperanza…
El Espíritu atrae más bien a una actitud de amor, de simpatía inmensa hacia todo ser humano, de diálogo sincero, de búsqueda de un futuro mejor para todos, sin colocarnos secretamente al margen o por encima de los que no pertenecen a la Iglesia.
No es tan sencillo, en nuestros días, trazar unas fronteras precisas para saber quiénes pertenecen a la Iglesia y quiénes no. En unos tiempos de cambios socioculturales tan profundos y complejos, no es extraño que haya personas que no se identifican plenamente con la Iglesia, pero que mantienen un interés real por Dios y por la persona y el mensaje de Jesús.
Lo más importante no es marcar fronteras, para saber con exactitud quién se sale de la Iglesia y quién vuelve a ella, sino levantar puentes que ayuden a las personas a abrirse al misterio de Dios. Nuestra preocupación primera ha de ser poner de manifiesto la gracia y el amor de Dios a todo ser humano, incluso a quienes no piensan entrar en la Iglesia institucional.