Una esperanza arraigada en Cristo
La esperanza se alimenta día a día «arraigando» nuestra vida en el Señor. No hay que buscar otros cimientos. La cohesión en la ortodoxia, el atrincheramiento en el propio gueto, las medidas disciplinares… pueden despertar cierta seguridad, pero la esperanza solo brota del Señor.
Hay quien opina que «la realidad se nos presenta hoy demasiado desproporcionada para ser transformada, incluso por Dios» (H. Mottu). Nos parece que no estaremos nunca a la altura de nuestra esperanza. Pues bien, los seguidores de Jesús nos aferramos también hoy al nombre de Dios: «Mirad, yo os traigo aliento de vida, para que viváis» (Ezequiel 37,5).
La esperanza no es virtud propia de los momentos fáciles. Es una «esperanza crucificada». Son precisamente los momentos de prueba los que nos ofrecen mejores posibilidades para vivir la esperanza con realismo. El fracaso lo sufren los que se comprometen.
La esperanza cristiana se traduce en «paciencia en el sufrir» (1 Tesalonicenses 1,3). Esa virtud tan necesaria hoy del aguante, la entereza, la perseverancia inquebrantable, el saber «plantar cara» a la adversidad.
Una esperanza que nos compromete con nuestro mundo
La esperanza cristiana está llamada a «abrir horizonte» a los hombres y mujeres de hoy. La Vida es mucho más que esta vida. En medio de esta historia nuestra, a veces tan mediocre y absurda, se está gestando el verdadero futuro del ser humano. Frente a una «visión plana» de la historia, sin meta ni sentido alguno, la esperanza cristiana toma en serio todas las posibilidades latentes en la realidad actual. Precisamente porque queremos ser realistas y lúcidos, los seguidores de Jesús nos acercamos a la realidad como algo inacabado y «en marcha»; no aceptamos las cosas «tal como son», sino «tal como deberán ser».
La esperanza introduce «contradicción» con la realidad; genera protesta; nos libera de caer en el escepticismo y la indiferencia; nos desinstala. Quien vive desde la esperanza cristiana lucha contra los «gérmenes de resignación» que encuentra en la sociedad moderna y combate la «atrofia espiritual» de los satisfechos. La esperanza cristiana se niega a pactar con la realidad que trata de imponer el sistema. La pobreza, el paro, la desigualdad, la humillación, el hambre o la muerte en medio del abandono no son hechos inevitables cuya existencia haya que aceptar como consecuencia del desarrollo económico. Siempre es posible transformar la realidad en algo más cercano a lo que será la «nueva humanidad».
La esperanza cristiana no es solo una «interpretación» teórica del mundo y de la condición humana. Es esfuerzo de transformación. Introduce en la sociedad sed de justicia para todos y compromiso humanizador.
El que vive con esperanza se siente impulsado a hacer lo que espera: el futuro que espera se convierte en proyecto de acción y compromiso. Y este compromiso es precisamente el que genera esperanza en el mundo.